Cuca Casado

View Original

Juntos, pero en soledad

© Cuca Casado — La Gaceta

Imaginemos la siguiente escena, no creo que sea difícil: una persona de unos 70 años que visita con relativa frecuencia a su médico de cabecera por una variedad de dolores y malestares. El médico no encuentra nada que explique su sintomatología. Sin embargo, si observamos con atención, es muy posible que descubramos que esa persona ha podido perder a su pareja hace unos años, que sus hijos viven en otras comunidades o países y que ven a sus nietos en contadas ocasiones (fiestas navideñas y con suerte en algún cumpleaños). Seguramente tenga amistades, pero éstas también estén viviendo similares situaciones. Y si se le pregunta, esta persona nos dirá que se siente sola. Es una imagen muy común que podría ser el resultado del aislamiento social y el aburrimiento. Una imagen que no sólo afecta a la tercera edad, pues la soledad no entiende de edades, aunque sí tiene preferencia por momentos vitales clave, como es la adolescencia, los adultos jóvenes y la vejez.

En un mundo cada vez más interconectado, la soledad se erige como una paradoja inquietante. Rodeados de pantallas que nos conectan con el mundo entero y de redes sociales que nos ofrecen la ilusión de cercanía, nunca habíamos estado tan distantes unos de otros. La soledad, esa sensación de vacío interior, trasciende la mera ausencia física de compañía y se convierte en una experiencia profundamente humana, cargada de matices y significados. ¿Es la soledad una condena o una oportunidad? ¿Un reflejo de nuestro aislamiento en la era digital o una puerta hacia el autoconocimiento? La soledad puede iluminar aspectos olvidados de nuestra existencia y brindarnos una conexión más auténtica con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea, pero su lado oscuro puede llegar a ser letal. Hay momentos de soledad que tienen un fin positivo y son buscados de forma intencionada. Esa soledad es una forma de encuentro personal con uno mismo. Pero de la soledad que quiero hablar hoy no es esa, sino la que se presenta como un desierto y que, en parte, es generada por la sociedad actual, pues la ciudad ha cambiado los modos de vida y las estructuras habituales de existencia de las personas: la familia, la vecindad y la organización del trabajo.

Soledad y aislamiento no necesariamente van de la mano. El aislamiento social implica pocas interacciones sociales o conexiones, mientras que la soledad hace alusión a una percepción subjetiva de aislamiento: una discrepancia entre el nivel de interacción social deseado y el real. Las personas pueden aislarse socialmente y no sentirse solas, del mismo modo que hay personas que pueden sentirse solas y estar rodeadas de gente, sobre todo cuando sus relaciones no son satisfactorias emocionalmente. Es decir, no es posible afirmar que exista siempre una asociación entre estar solo (soledad no deseada —percepción subjetiva—) y estar socialmente aislado (situación objetiva). Es por ello por lo que, al hablar de soledad y aislamiento, deberíamos tener en cuenta no solo la existencia o la cantidad de las relaciones que tiene una persona, sino sobre todo la calidad de estas.

Disponemos ya de una sólida evidencia que documenta que las conexiones sociales predicen significativamente la morbimortalidad, hasta el punto de que se avala su inclusión como factor de riesgo para enfermedades cardiovasculares. Evidencias hay de que las conexiones sociales pueden tener un impacto en la salud por medio de mecanismos biológicos. Uno de los ejemplos más interesantes es el efecto Roseto, que debe su nombre a un pueblo de Estados Unidos donde no hay prácticamente enfermedad cardiovascular. Es un pequeño pueblo del estado de Pensilvania que la única diferencia entre sus habitantes y los del resto del país son sus relaciones sociales. Construyeron una comunidad muy cohesionada, en la que se ayudan mutuamente: 22 organizaciones cívicas en una población de apenas 2.000 habitantes. Además, diferentes estudios establecen que tener relaciones sociales ayuda a mejorar los cuidados, ayuda a la adherencia a los servicios sanitarios y reduce la estancia hospitalaria.

Aunque las investigaciones empíricas sobre la soledad comenzaron en los años 70 y 80 del siglo XX, y motivadas por factores sociales como el aumento de viudedad en la vejez, las altas tasas de divorcio y la gran cantidad de personas que vivían solas, no ha sido hasta hace relativamente poco que se ha empezado a tomar en serio el problema que supone y las repercusiones que tiene, no solamente para la persona que la sufre, sino para la sociedad. En la actualidad, alrededor de una cuarta parte de los adultos se sienten solos o bastante solos. Pero, ¿por qué sentirse solo conduce a una mala salud? Pues parece que todo apunta a que la soledad podría alterar aspectos del cerebro, desde su volumen hasta las conexiones entre neuronas. No obstante, aun la ciencia no sabe si es que el cerebro empieza a funcionar de manera diferente cuando la persona se siente sola o, por el contrario, es que la persona tiene diferencias en el cerebro que le hace propensa a la soledad. Lo que sí se sabe ya es que las personas que no tienen suficientes relaciones estables y que se sienten solas tienen más problemas de salud y se sienten peor. Concretamente, el aislamiento social resulta en un aumento del 50% en la muerte prematura y la soledad y el aislamiento se asocian con un aumento de la presión arterial sanguínea, niveles más altos de colesterol, depresión y, por si fuera poco, disminuciones en las capacidades cognitivas. Estas investigaciones, concretamente dos metaanálisis que comprenden 3,4 millones de personas estudiadas de Estados Unidos, Europa, Asia y Australia, nos avisan que la soledad puede representar mayor amenaza para el sistema sanitario que la obesidad y ser tan perjudicial para la salud de un individuo como fumar 15 cigarros al día. Esto es porque la soledad eleva los niveles de inflamación y de las hormonas del estrés, lo cual a su vez incrementa el riesgo de sufrir infarto o desarrollar artritis, diabetes, demencia senil o, incluso, incitar al suicidio, así como provocar interrupciones del sueño, respuestas inmunes anormales y un empeoramiento cognitivo acelerado.

Si los seres humanos hemos evolucionado para estar cerca de los demás, si la cohesión social nos ayuda a protegernos, se hace complejo comprender que los hogares unipersonales vayan en aumento. De ello nos avisa la Encuesta Continua de Hogares de 2020, que ya hay 4.849.900 personas viviendo solas en España. Del mismo modo ocurre en Europa. Algo alarmante puesto que los hogares unipersonales corren un mayor riesgo de pobreza y exclusión social y las personas solteras —particularmente las de mediana edad y de edad avanzada— tienen una salud y un bienestar subjetivo peores. Además, las personas que están y se sienten solas realizan una mayor frecuentación de los servicios de salud y un mayor consumo de medicamentos prescritos, destacando los tranquilizantes, los relajantes, los antidepresivos y los estimulantes. En marzo de 2023, el Observatorio Estatal de la Soledad No Deseada (SoledadES), en su estudio el Coste de la Soledad No Deseada, constató el gasto que nos supone la soledad. En términos globales, los costes tangibles (costes directos —consultas, hospitalización y tratamientos— y costes indirectos —pérdida de productividad asociada a patologías y muerte prematura—) suponen unos 14.000 millones de euros anuales, lo que representa el 1,17% del PIB de España. Además de analizar los costes tangibles, en su informe analizan los costes intangibles, esto es, la pérdida de calidad de vida. Para ello usan como medida de salud los años de vida ajustados por calidad (AVAC), que mide las pérdidas de calidad de vida relacionadas con la salud y la reducción en la esperanza de vida. Así, la soledad no deseada hace que cada año se pierdan en nuestro país más de 1 millón de AVAC o años de vida disfrutando de plena salud. Esto representa el 2,79% de los años de vida de plena salud totales de la población española mayor de 15 años. Cifras preocupantes y que no deberíamos desmerecer, pues va en aumento tanto la soledad como las enfermedades relacionadas con el aislamiento social.

Es evidente que la soledad se ha convertido en un problema relevante y emergente en la actualidad. Es resultado de los cambios económicos y socioculturales, siendo muchos los determinantes que influyen en su aparición y cronificación. Junto con el incremento de las familias monoparentales y de los hogares unipersonales, cabe destacar los cambios producidos en las dinámicas interpersonales, la generalización de las redes sociales digitales, la emergencia de las relaciones superficiales (conocidas como relaciones líquidas) y las demandas sociales y laborales. Todo ello es la base del incremento producido en las tasas de soledad y del mayor aislamiento.

Sherry Turkle ha estudiado las tecnologías de la comunicación móvil y ha descubierto que los dispositivos que llevamos en el bolsillo tienen tanta fuerza psicológica que no sólo cambian lo que hacemos, sino que cambian lo que somos. Señala que hemos normalizado acciones como estar revisando la mensajería, viendo las redes sociales o comprando durante las clases, en las reuniones, conferencias y conciertos. Los padres realizan esas actividades durante el desayuno o la cena, mientras sus hijos se quejan de no tener su atención; pero también ellos (los hijos) se niegan mutuamente la completa atención al estar también con sus dispositivos. Estar juntos sin estar juntos. Un problema tanto en la manera de relacionarnos con los demás, como con nosotros mismos y nuestra capacidad de autorreflexión. En su libro En defensa de la conversación, Sherry se pregunta si hemos sacrificado la conversación por la conexión pues las redes sociales digitales están haciendo que experimentemos una huida de la conversación cara a cara. Al huir de las conversaciones ponemos en riesgo nuestra capacidad de autorreflexión, ya que utilizamos las conversaciones entre nosotros, cara a cara, para aprender a tener conversaciones con nosotros mismos. No ver la cara del otro, no poder percibir el tono y las respuestas no verbales imposibilita aprender unos de otros, para llegar a conocernos y entendernos. Claro, tampoco hay que demonizar a las redes sociales digitales ni a la tecnología, pero sí debemos tener en cuenta que éstas influyen en la salud por medio de mecanismos psicosociales, sobre unas vías fisiológicas (eje hipotálamo-hipofisiario, reactividad cardiovascular, etc.), unas vías psicológicas (sentimiento de bienestar, autoestima, locus de control, etc.) y sobre unas vías de comportamiento (hábitos de vida saludables o nocivos).

Paradójicamente, esperamos más de la tecnología y menos de las personas, pero es evidente que las redes digitales no proporcionan compañía. Estas redes lo que permiten es vivir vidas de aislamiento en una sociedad que se dice hiperconectada, pero que genera una felicidad impostada que conduce a la anomia y la soledad. Insisto, sin quitar el valor que tienen las tecnologías. Unido a esto nos encontramos que, por un lado, la auténtica unidad esencial de la sociedad, la familia, está en declive y que, por otro, ha surgido un nuevo ser multitarea e hiperconectado que se define por el “comparto, luego existo” pero, curiosamente se siente más solo.

La disminución de la convivencia intergeneracional, la dificultad para relacionarse con los demás, la mayor movilidad social, el retraso en la edad de matrimonio, la mayor proporción de hogares unipersonales y el envejecimiento poblacional unido al aumento de las situaciones de dependencia son los protagonistas en el deterioro de la cantidad y calidad de las relaciones sociales. Es por ello, como apunta Josefa Ros Velasco, que “el problema de la soledad no deseada compete al conjunto de la sociedad por tratarse de una cuestión en la que intervienen las propias relaciones sociales, los principios de la buena convivencia, la concienciación social y la solidaridad espontánea, el fomento de la ayuda mutua y la iniciativa social o la promoción del tejido social y empresarial, entre otros”. Ser persona es ser en relación, pues dentro del ser humano hay un ansia profunda de encuentro, de cercanía, que es lo que favorece la comunicación y fomenta la autoestima. Ser una persona comprometida con los demás, participar en la comunidad, genera el sentimiento de competencia y pertenencia al grupo. Sin embargo, cotidianamente, la mayoría de las relaciones (televisión, redes sociales, internet, etc.) no exigen compromiso. Son formas de estar sin ser y de librarse de una relación con sólo apagar la pantalla.

Josefa Ros Velasco, en el informe La soledad no deseada en adultos mayores, recoge una muestra que da ejemplo de buenas prácticas promovidas en España por el conjunto de los agentes civiles, sociales, empresariales y políticos. Pero es insuficiente. Se requieren acciones transversales, enfocándose en los grupos más vulnerables como son los adultos mayores. Aunque se han desarrollado diferentes programas que han demostrado leves mejoras, como el Befriending (psicoterapia gratuita), el LISTEN (voluntariado para hacer acompañamiento) o el Walk with a Doc (médicos que invitan a los miembros de la comunidad a caminar con ellos), se desconoce su relevancia a largo plazo y a escalas nacionales.

Quizá el mayor desafío sea diseñar intervenciones efectivas para aumentar las conexiones humanas (sociales). Sin embargo, esto no será posible si no se quiere entender lo que entraña la soledad, tanto para las personas como para la comunidad. Del mismo modo que si no se quiere comprender lo que supone la caída demográfica. Precisamente, de pedir a las políticas algo sería fortalecer las relaciones familiares y fraternales existentes, pues resultan más efectivas que las intervenciones realizadas por el personal contratado y programas sociosanitarios. Para lo cual, necesitamos desafiar la creencia ortodoxa de que sólo el gobierno puede mejorar la vida comunitaria. En The voluntary city: choice, community and civil society, sus autores reúnen un análisis pormenorizado en el que constatan que las iniciativas voluntarias pueden transformar las comunidades y fortalecer la sociedad civil. Además, señalan que muchas propuestas para mejorar las comunidades se basan en esfuerzos gubernamentales, pero su inflexibilidad y mala rendición de cuentas de los gobiernos a menudo empeoran los problemas sociales. Por ciudad voluntaria se refieren a la comunidad construida y mantenida por iniciativa privada y cooperación, no por instituciones políticas, donde la ayuda mutua compasiva y las asociaciones vecinales se erigen como alternativa a lo gubernamental. Toda una alternativa a la gestión gubernamental de los espacios urbanos, para mejorar la vida comunitaria.

Por qué esperar a que más investigaciones y políticas constaten lo que sabemos experiencial e intuitivamente, es decir, que la soledad carcome. Los pequeños actos cotidianos pueden ser muy útiles, como dar los buenos días a ese vecino con el que vamos en el ascensor, preguntar a la farmacéutica qué tal lleva el día o desear un buen día al frutero. También podemos llamar a nuestros familiares y amigos, mostrando interés y afecto. Por que no hay política que consiga obtener lo que entraña prestar atención: la caricia más hermosa. Las relaciones humanas implican respeto, comprensión, compromiso, reconocimiento y afecto. Hagamos que la verdadera liberación, la revolución sensata, sea el afecto.