Cuca Casado

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La salud (ele)mental

© Cuca Casado — La Gaceta 2023

La salud mental es un aspecto fundamental de la experiencia humana que ha cobrado cada vez más relevancia en el siglo XXI. A lo largo de la historia, nuestra sociedad ha enfrentado desafíos y transformaciones significativas que han impactado directamente en el bienestar emocional y psicológico de las personas. En la actualidad, vivimos en un mundo más interconectado, instantáneo y vertiginoso, lo que ha llevado a un creciente reconocimiento de la importancia de cuidar y atender nuestra salud mental, pero también ha llevado a un abuso de conceptos y términos, hasta tal punto que pierde valor el concepto en sí (si todo es un trauma, nada lo es).

Es innegable que el bienestar mental se erige como un pilar esencial para el desarrollo y la calidad de vida de los individuos. No obstante, hoy en día la enfermedad mental sigue llevando aparejada un estigma social que produce rechazo y discriminación. Un rechazo que vive tanto la persona que padece la enfermedad como sus familiares y personas allegadas, incluso los profesionales sanitarios que trabajamos con ellos. Esto lleva a que, en la actualidad, los problemas de salud mental sean subestimados, lo que dificulta el acceso a los recursos y tratamientos necesarios para aquellos que los necesitan. Cabe preguntarse si podemos acabar con el estigma cuando en la sociedad se silencian la violencia y las causas políticas de la exclusión por medio de estereotipos que señalan al diferente como peligroso o, peor aún, como merecedor de su destino.

En 1946, la Conferencia Sanitaria Internacional adoptó la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que recogía, entre sus principios, que la Salud Mental forma parte indivisible de la salud. No hay salud sin salud mental y ello conlleva ir más allá de la presencia o no de trastornos mentales. 77 años después, aquí seguimos preguntándonos, al menos quien escribe estas líneas, por qué las personas, las instituciones, los medios de comunicación y la sociedad parece que siguen considerando la salud mental como un “asunto” que queda en la periferia y rodeada de tabúes, desinformación, desconocimiento y rechazo. Cuando la realidad es que cuando una enfermedad mental irrumpe en la vida de una persona impacta en todas las dimensiones de su vida, entrando la familia en este maremoto como un ecosistema que también sufre.

La situación de la salud mental

Este año, la Confederación Salud Mental España y la Fundación Mutua Madrileña han publicado un estudio sobre la situación de la salud mental en España, una fotografía del estado de la salud mental de la población, su relación con el bienestar y detección de necesidades y demandas. A modo de resumen, recogen que el 22,8% de la población española tiene experiencia propia en salud mental, que el 18,9% consume psicofármacos y un 26,2% acude actualmente a un especialista en salud mental, así como que el 44,9% afronta una situación actual con preocupación. Parece que la salud mental se ha convertido en una de las principales inquietudes para la población, considerando el 74,7% de la población española que ésta ha empeorado; siendo el sentimiento de preocupación el más extendido en la sociedad. La incertidumbre acerca de la evolución de la situación económica, el no poder hacer frente al pago de facturas, de alquileres o hipotecas o la pérdida de empleo, así como la inestabilidad laboral o no llegar a fin de mes son factores importantes para el bienestar emocional. Esto hace evidente que el contexto socioeconómico y los hábitos personales son de gran importancia en la salud mental.

Ahora bien, hay una diferencia sustancial entre contratiempos de la vida cotidiana y problemas psiquiátricos. La pérdida de un ser querido, las rupturas sentimentales o la pérdida de un trabajo son eventos vitales que de forma natural requieren un proceso y salvar una serie de fases (duelo) para su superación. También hay estados, como el insomnio, que se resuelven con un cambio de hábitos. Son malestares pero no problemas de salud mental, en principio. Se dice que la depresión se ha convertido en una de las epidemias de nuestro tiempo; sin embargo, ésta no se trata ya de una melancolía por una falta o pérdida, sino en un sentimiento de desmoralización, de vergüenza, de incompetencia y fracaso personal. De este modo, hemos pasado de un enfoque poblacional en los riesgos de enfermar a un enfoque individual, donde las condiciones de vida son transformadas en estilos de vida o en riesgos genéticos. De la responsabilidad comunitaria —que no colectiva— a la individual exclusivamente: “cada uno tiene la salud que se merece”. El ordenador y las redes sociales, que son nuestro confesionario, construyen nuestro “yo digital”: el oxímoron de amigos virtuales remarca la soledad posmoderna, como apuntan en “Salud mental y capitalismo” (AA. VV., ed. Cisma). Se busca compulsivamente la felicidad a través de los propios medios y con un salario siempre insuficiente y cada vez más precario, enmascarando el creciente malestar social. Pero si no se puede ignorar u olvidar este malestar se reconduce a la búsqueda de una solución individual para la que la industria farmacéutica ofrece medicamentos, los psicofármacos, que alivian el malestar mencionado e incluso lo cronifican. Psicofármacos que tienden a sedar a las personas, convirtiéndoles en dependientes de los medicamentos y de otras personas. Al mismo tiempo, la persona debe gestionar sus emociones, trabajar su autoestima, competir y sobrevivir, en un mundo de desintegración de identidades comunitarias —que no colectivas (parece lo mismo, pero no lo es)— y precariedad laboral.

Nos hemos desprendido de las condiciones tradicionales de vida, de las referencias familiares, de clase o de comunidad, desarrollando formas de vida individualizadas e insolidarias; de este modo, escuchar las penas, acompañar en la desgracia o aconsejar en crisis vitales ya no son tareas que corresponden a la familia, amigos y comadres, sino que el Estado y sus derivadas ofrecen tratamientos con psicofármacos y palabras salutíferas que consiguen que la persona pueda adaptarse a las dinámicas laborales y sociales que hacen difícil conservar hábitos de vida saludables. La familia es también una institución disuelta, lo que genera sufrimientos, principalmente femeninos: en las mujeres urbanas de más de 60 años es más habitual ya tomar algún psicofármaco de forma continuada que no tomarlo. Las biografías ya no son un relato coherente, sino que son una suerte de aglomeración de “yoes” sucesivos, siendo la dispersión un estado habitual que refleja la dificultad de contestar a un “¿cómo estás?”, cuya respuesta exige recogerse y autoevaluarse. En palabras de Fernando Colina: “La sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la felicidad como una exigencia irremplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de la psiquiatría con excesiva facilidad” (Prólogo “Psiquiatría y cultura”, en “La invención de las enfermedades mentales” de José María Álvarez).

¿Lo veis? Estamos ante un inmenso proceso de medicalización de la vida cotidiana, en el que una confusa multitud quejumbrosa describe sus “patologías” usando conceptos como “distimias”, “angustias”, etc., cuando la realidad es que se refieren a malestares y dolores íntimos, de causas diversas y polimorfas. Una sociedad que busca en lo psiquiátrico una cura y un alivio, cuando no se plantea cambiar las situaciones. Y todo esto ocurre mientras coexistimos con los “locos de siempre”, que ellos sí que viven con unos niveles de sufrimiento inimaginables para los “sanos” y se debe, en parte, a los prejuicios que caen sobre ellos.

El estigma injusto

Aunque no es igual la consideración social que reciben las personas con enfermedades mentales en la Edad Media que en la actualidad, hoy en día el estigma que les rodea no parece disminuir, sino que aumenta en algunos contextos. Esto supone un menosprecio que impide el conocimiento de la identidad social real de la persona y conlleva una desacreditación que, a su vez, deshumaniza y posibilita conductas discriminatorias hacia la persona.

Lo cierto es que la construcción social del estigma está ligado a mitos, miedos y prejuicios que marcan negativamente tanto a la persona con la enfermedad mental, como a sus familiares y allegados. Se les considera personas a las que hay que temer y que son irresponsables, impredecibles y carentes de fuerza interior, lo que lleva a que en muchas ocasiones no quieran revelar la enfermedad mental que padecen. Así se perpetúa la percepción social negativa, pues socialmente sólo se habla de la enfermedad mental cuando se conocen sucesos violentos o, por ejemplo, asociados a las personas sin hogar. Cuando la realidad es que son muchas las personas que padecen algún tipo de enfermedad mental, que responden al tratamiento y trabajan y funcionan en la sociedad con éxito.

Esto ocurre porque en el imaginario social, se asocia a la persona con una enfermedad mental con rasgos violentos y agresivos; sin embargo, suele ser al contrario: son más bien objeto de violencia. Ese estigma y esa violencia dan lugar a múltiples repercusiones, tal y como recogen las investigaciones. Por ejemplo, la violencia favorece su aislamiento y retrasa e inhibe la petición de ayuda. También genera dificultades graves en las relaciones sociales, la vivienda, el empleo y la atención sanitaria social. Sin olvidar que los episodios de violencia sólo afectan a una minoría o el efecto negativo que tiene sobre la familia y sobre los profesionales.

Es difícil, por no decir imposible, una sociedad sin prejuicios pues son fruto del aprendizaje ancestral, atajos para la supervivencia, para detectar amenazas. Ahora bien, aplicar los estereotipos a las personas hace invisibles a los sujetos que hay detrás. Y parte de la solución está en todos nosotros, pues podemos empezar por no psiquiatrizar la sociedad, ni medicalizar la vida cotidiana, ya que los primeros que pierden con ello son las personas con graves trastornos y sus familiares. Así, una adecuada respuesta preventiva, asistencial y rehabilitadora a los problemas de salud mental pasa por no patologizar las emociones y sentimientos que no resultan agradables o aquellas circunstancias de la vida cotidiana en las que se atraviesa un proceso doloroso, pero que entra dentro de la normalidad. Eso no quita que prestemos atención a los diferentes determinantes de la salud mental, que no sólo incluyen características individuales sino también factores socioculturales, económicos, políticos y ambientales, que establezcamos prioridades y se propongan intervenciones y estrategias adecuadas, evaluando la importancia de la contribución de los distintos factores de riesgo a la carga total de enfermedad y de malestar. Teniendo presente que la promoción de la prevención de la salud mental conlleva el riesgo de medicalizar o psiquiatrizar a amplios sectores poblaciones.

Del mismo modo, la normalización pasa por la no ocultación del problema y de la persona. Sin ir muy lejos, en 2000, en Copenhague, se creó The Human Library, una biblioteca humana: encuentros en bibliotecas en las que personas habitualmente afectadas por el estigma cuentan su historia, como un libro abierto, y están disponibles a las preguntas de cualquier “lector” interesado. Una iniciativa que pone el énfasis en generar cercanía y dar a conocer la realidad de las personas con problemas graves. Este proyecto, presente ya en más de cincuenta países, ha inspirado a otras iniciativas similares como The Living Library, lanzada por el Consejo de Europa, que busca desafiar los prejuicios y la discriminación. Proyecto similar el desarrollado en Geel (Bélgica), un experimento centenario y radical de atención a la salud mental, donde las familias del pueblo acogen a personas con enfermedades psiquiátricas.

Un camino plagado de obstáculos

¿Cómo podemos mejorar el bienestar de la población? ¿Dónde debemos poner los recursos? ¿A qué aspectos debemos dar prioridad? ¿Cómo hacer para que los recursos lleguen a quien lo necesita? Son algunas de las cuestiones que tenemos que poner encima de la mesa y dialogar en torno a ellas, pues si el conjunto de la sociedad no supera el estigma, es imposible construir un camino de rehabilitación psicosociolaboral efectivo.

Tenemos que tener siempre presente que la salud mental está íntimamente relacionada con las circunstancias de la persona y las discriminaciones que la atraviesan. Que la desigualdad de ingresos parece ser un factor decisivo para determinar la salud mental de una sociedad. Que hay que valer los derechos y proteger a las personas que puedan ser objeto de abusos y estigmas, pero sin caer en el riesgo de generar etiquetas que marginen. Tenemos que tener en mente sistemas de atención con los que devolver a las personas el control de sus vidas y la capacidad para colaborar con sus semejantes, sin convertir a tales sistemas en un instrumento de sometimiento. Sistemas de atención que dispongan de medios para facilitar la recuperación de las personas cuya salud mental se ha visto alterada, pero evitando la comercialización de esos medios. Como apunta Alberto Fernández Liria, “cabe pensar en formas de actuar en este campo que respeten radicalmente la autonomía del individuo, pero hay que evitar que este respeto no sirva de pretexto para la destrucción de los mecanismos de solidaridad” (Salud mental y capitalismo).

De un modo u otro, nos enfrentamos a la tarea de reconocer que la salud mental es un elemento esencial para vivir una vida plena y significativa. Al adentrarnos en el tema, podremos cultivar una comprensión más profunda de nosotros mismos y de los demás, allanando el camino hacia una sociedad más empática, inclusiva y resiliente. Solo a través de la educación, el diálogo abierto y la eliminación del estigma podremos construir una sociedad que valore y cuide la salud mental de cada uno de sus miembros. Tenemos la oportunidad de favorecer un momento de reflexión que nos permita poner en tela de juicio nuestras propias actitudes, posiblemente estigmatizadoras, hacia las personas con enfermedad mental. Quizá, como dicen en Alicia en el país de las Maravillas, lleguemos a la conclusión de que no están locos, simplemente su realidad es muy diferente a la del resto.