Caso Arandina: más afectos y menos dogmas

 
—VIOLENCIA—
 
 
 
 

“Todo lo que es amistoso hacia otro procede de la amistad hacia uno mismo”.

Aristóteles en el libro IX de la Ética.

Apreciados lectores, me vais a permitir que hoy os comparta un soliloquio motivado por los acontecimientos dados en estos tiempos que vuelan. Además, es mi última pieza del año 2019 y quería escribir algo más informal e improvisado que las piezas que suelo escribir.

Lo que ha motivado este texto ha sido el último caso judicial, social, que está en boca de casi todo el mundo por la condenada impuesta a tres jóvenes. Estamos leyendo y vamos a leer mucho sobre este caso, como ha ocurrido con otros casos tan mediáticos. Pero todas las lecturas que hay, al menos hasta ahora, son desde la perspectiva legal. En este menester, puedo decir que estoy en sintonía con lo que apunta Tsevan Rabtan. Ahora bien, siendo casos tan mediatizados me falta siempre una lectura más humana y menos técnica del suceso, de los afectados. Echo en falta un análisis biopsicosocial de las víctimas. Digo víctimas y voy a explicarme.

 
Se quiere que ellos y ella sean responsables de sus actos cuando como sociedad no somos capaces de ser responsables. Se quiere justicia e igualdad a costa de ellos, usándolos: todo por una buena causa.
 

Tanto ella como ellos son víctimas y la pregunta a hacerse es, entonces, ¿de quién son víctimas? ¿Quiénes son sus victimarios? Y aquí surge una primera observación: mientras que (casi) todo el mundo considera que ella es víctima de ellos y ellos de ella (curioso como poco), hay un victimario menos visible y menos tangible. Ellos y ella son víctimas de una época en la que absolutamente todo se relativiza, la razón es censurada, lo biológico no tiene cabida, la familia se aniquila, el afecto se viola con leyes y perspectivas ideológicas varias, el contacto humano se cambia por el digital y los valores de antes no tienen cabida (no sé por qué), cuando aún no hay nuevos valores a los que aferrarse para reconocerse socialmente. Nos encontramos en una época social de cambios, aunque no hay época que se precie que no los haya vivido. Todo cambio social supone una transformación observable en el tiempo, que afecta de una manera no efímera a la estructura o funcionamiento de la sociedad y que, por lo tanto, modifica el curso de su historia. Esto podría ser una definición del ser humano como ser social. Ahora bien, para mí lo que diferencia esta época de otras dadas es la acción social: la interacción de las personas en los diferentes medios sociales. Es decir, las maneras de obrar, pensar y sentir (parte objetiva) y que tienen sentido en tanto en cuanto estamos vinculados a la conducta de otros (parte subjetiva). Las personas deben tener en cuenta el comportamiento de los demás y, también, su presencia y existencia. Es decir, el otro tiene una significación en la que entran en juego los valores morales que se apliquen en cada momento. Y aquí es donde aprecio la diferencia y carencia: no se tiene en cuenta al otro, a su existencia.

Sin duda es complejo de analizar cómo los diferentes factores dados inciden en la sociedad en general y en las personas en particular. Es más que posible que aprecie solamente algunos factores y habrá otros tantos que no reconozco. Pero, aun no reconociendo todo lo que incide, sí se puede apreciar algunas consecuencias de esta inestabilidad social en la que estamos inmersos y eso ya posibilita el preguntarse por las causas. Vemos adultos inmaduros e infantiloides, que solamente miran por sí mismos por encima y a costa de los demás. Adultos que no saben, que no quieren o que no pueden ver que hay una Otredad, que tras las pantallas hay personas finitas con sus sentimientos, sus motivaciones, sus deseos y sus carencias. Una generación de adultos cuya calidad y esperanza de vida se ha incrementado y hoy son contratiempos lo que en antaño habría supuesto enfermedades mortales. Este tipo de avances han dado pie a que la lucha por la supervivencia y la descendencia ya no tengan sentido. Así nos encontramos ante adultos que demandan bienestar y autoafirmación. Personas egocéntricas para quienes las convenciones y los valores tradicionales se han convertido en obstáculos. Sumado a una merma de la responsabilidad individual que se ha transferido al Estado, que ofrece con alevosía derechos, ha propiciado tener adultos infantiloides. Y este “yoísmo” ha supuesto, por un lado, que sucesos que antes no eran más que tropiezos ahora sean amenazas para el equilibrio emocional (auge del victimismo) y, por otro lado, que las personas no tengan conciencia de la existencia de otras personas.

No reconocer la existencia de los demás nos ha llevado a despersonalizar al otro, a deshumanizar a ellos y ella. Lo que, en definitiva, ha llevado a cosificar a todos: a instrumentalizar a las personas (a ellos y ella) y todo bajo una justificación loable y común: «por una buena causa». Porque tanto los que defienden a ellos como los que defienden a ella lo hacen por una buena razón, pero a costa de ellos, instrumentalizándolos. Con el pretexto de luchar por la igualdad, luchar por la justicia, luchar por los derechos humanos, se les usa para atacar al otro. Luchar, luchar y luchar y si todo es una lucha, tiene que haber un enemigo a abatir y en las guerras todo vale con tal de ganar, aunque ello suponga usar y abusar de otros, porque “es por el bien común”. Así, valores como la igualdad, la justicia y los derechos son relativizados, manipulados y tergiversados.

También se puede apreciar en esta época que a los niños no se les permite ser niños. Niños a los que se les exige, por un lado, actuar como niños y, por el otro, se les atribuye una madurez a la hora de tomar algunas decisiones. Pero no se les deja Ser. Estamos ante adultos que adulteran la infancia, la genitalizan y dicen cómo tienen y pueden sentirse los niños. Un adoctrinamiento no solo dado desde de la perspectiva de género, sino también desde otros bandos que dicen luchar contra el adoctrinamiento perpetrado desde la ideología de género.

Invito a todo el mundo a que se ponga en la piel de un niño que no entiende su cuerpo, sus pensamientos y sus sentimientos. Poneros en la piel de una personita que está aprendiendo a conocerse biológica, psicológica y socialmente. Y ahora, a esa ansiedad por aprender, descubrirse y reconocerse, sumarle que personas supuestamente adultas les bombardeen con mensajes que dicen cómo tienen que ser, cómo tienen que pensar y cómo tienen que sentirse. También podemos echar la vista atrás, a nuestras infancias y adolescencias para apreciar el “tormento” vital que supone esas etapas. Pues si a esa época vital, misteriosa, se le suma que la otredad adulta es un mar de relativismo e incertidumbres, ¿qué esperamos de esos niños?

¿Alguien se pregunta cómo repercute en la infancia y en la adolescencia tener modelos de adultos narcisistas, inconsistentes e incoherentes? Si no os lo preguntáis basta con observar a ella (la del caso del que todo el mundo habla): una adolescente de 15 años, que se encuentra a medio camino entre ser una niña y una adulta. Una adolescente sobre la que recae una presión social y que seguramente lleva viendo desde su tierna infancia cómo los medios de comunicación, las redes sociales, su familia, su ámbito estudiantil, sus amigos, etc. muestran una «suerte» de esquizofrenia. Es decir, todos y cada uno de esos referentes sociales muestran una incongruencia letal, pues piensan A, sienten B y dicen/hacen C. Me refiero a las maneras de obrar, pensar y sentir que aludía al principio. Pero esta esquizofrenia social no se queda ahí, porque a esas incongruencias hay que sumarle que lo que para unos es A para otros es B o, incluso, antiA. Menudo caos social que tenemos de ejemplo para nuestros niños. Ahora pedidle a ella y a ellos que actúen con coherencia y con responsabilidad. ¿Estamos locos?

En esta época también podemos apreciar cómo se personaliza un problema, al mismo tiempo que se deshumaniza: la violencia. También se puede observar cómo se incurre en lo que se critica. Me refiero a la respuesta reaccionaria al feminismo actual. Una parte de la sociedad está reaccionado a la personalización que este feminismo hace de la violencia, por medio de prejuicios, ataques, mofas. A esa actitud del feminismo hay quienes reaccionan en consonancia prejuzgando, atacando y mofándose de las personas que se suscriben al feminismo. Una suma de ataques y contraataques y todo por “una lucha loable”, pero que está deshumanizando a hombres y mujeres. Toda una suerte de sexismos como estandartes. Todo un “ojo por ojo”.

Sin embargo, parece que pocos se detienen a analizar y comprender. Pocos se detienen a preguntarse por qué esa persona se comporta como se comporta. Preguntaros qué lleva a que una persona se adscriba a este feminismo. Quizá esa persona no tiene referentes o los tiene y son una suerte de incongruencias. Quizá esa persona tiene miedo a salirse de lo establecido, de lo aceptado socialmente porque todos, absolutamente todos, necesitamos ser reconocidos. Quizá a esa persona infantil, adolescente y/o inmadura no tiene las herramientas suficientes para discernir y razonar y por el miedo, la presión y el control social (político, educativo, familiar, laboral, religioso, relacional, etc.) se deja llevar por la fuerza del oleaje que impera. Quizá todo ese enojo, rabia y violencia responda a algo que ni siquiera esa persona sabe reconocer. Quizá ha interiorizado tanto los dogmas que, cuando otras personas se lo cuestionan, lo vive como un ataque a su identidad personal y social. En serio, ¿vamos a exigir a esa persona una responsabilidad que ni los adultos asumen?

Se quiere que ellos y ella sean responsables de sus actos cuando como sociedad no somos capaces de ser responsables. Se quiere justicia e igualdad a costa de ellos, usándolos: todo por una buena causa. Pero cuántos de los que exigen responsabilidades, cuántos de los que utilizan este caso y sus afectados están dispuestos a comprender, perdonar, dialogar y buscar consensos entre tanto disenso. ¿Cuántos asumen su parte de responsabilidad en esta crisis social? ¿Cuántos están dispuestos a abrazar a su adversario para comprender quién es realmente el victimario de toda esta situación? Porque el victimario no es ni ella ni ellos. No son las personas que suscriben este feminismo actual, como tampoco lo son las personas que reaccionan a ese feminismo con violencia. Todos tienen sus motivaciones para posicionarse. Todos nos comportamos como nos comportamos por diversos motivos y factores. Reducir a una causa, a un motivo, a un factor es lo que nos está llevando a deshumanizarnos.

Considero que el problema no es lo que dicen los niños sino lo que hacen los adultos con lo que les escuchan decir. Y aquí por niños no me refiero solamente a los que por edad lo son, sino también a los adultos infantiloides e inmaduros. Porque no detenernos a escuchar al otro ha propiciado que esta época social se convierta en una batalla social, política e ideológica y, por ello, mediática, en la que unos y otros se atacan, en la que prima el “y tú más” y el “pero tú no”. En definitiva, la ley del Talión y a costa de las personas. Así se están acelerando el declive y la división de la sociedad y los costes de esta fractura recaerán sobre las generaciones venideras.

Sé que, hoy en día, en las sociedades humanas es más importante ganar discusiones que establecer verdades, que estamos ante leyes injustas, condenas inusuales y adoctrinamientos varios. Pero ¿quién es realmente el responsable de este declive? No son ellos y ella, sino que somos todos responsables al ser cómplices por acción u omisión al delegar en el sistema, en el Estado, nuestros derechos y deberes como seres humanos.

Sé que es necesario desprenderse de los colectivos y sus etiquetas para poder dialogar con el Otro. Sé que es necesario salir de las pantallas y sentarse con el Otro a dialogar con sus razones. Sé que necesitamos afectos y no consignas.