El estigma injusto

 
 
 

Decía el sociólogo E. Lemert que los procesos de desviación y estigmatización no pueden comprenderse si no se tiene en cuenta el papel de las instituciones y grupos sociales en la producción de las normas y en su aplicación concreta, en su papel en lo que se denomina el control social activo. Hoy en día, la enfermedad mental aun lleva aparejada consigo un estigma social, que produce rechazo y discriminación. Un rechazo que vive no solo la persona que padece este tipo de enfermedad, sino también sus familiares y personas allegadas. Incluso los profesionales sanitarios que trabajamos con ellos.

Igualmente, cabe destacar que no es igual la consideración social que recibían las personas con enfermedades mentales en la Edad Media, por ejemplo, que en la actualidad. Hace décadas, decir que se había recibido tratamiento psiquiátrico implicaba debilidad de carácter, fracaso, y suponía una prueba incuestionable de trastorno. Hoy en día, a pesar de los avances realizados en esta cuestión y la mejora lograda en la calidad de vida de los afectados, el estigma que rodea a estas personas no solo no parece disminuir, sino que ha aumentado en algunos contextos. Pues la imagen que se ha ido construyendo a lo largo de los siglos sobre estas personas incorpora la peligrosidad y el riesgo de conductas violentas. Nada más alejado de la realidad y de la evidencia de los estudios al respecto. Además, la definición de salud mental, en función de la adaptación a las normas socialmente establecidas, etiqueta a la persona perfectamente adaptada a las normas sociales como el modelo a seguir. El normópata como ideal, que explicaba en otro artículo. Lo que nos remite a las estructuras de poder existentes en la sociedad que tienen la capacidad de influencia para divulgar e imponer las etiquetas: instituciones religiosas, legislativas, judiciales y médicas.

Siempre ha habido determinados actos y comportamientos que han sido etiquetados como desviados o delictivos en casi todas las culturas (asesinato, violación e incesto, por ejemplo), mientras que otros varían según el contexto histórico, social y político. Por ello, cabe preguntarse por quien tiene el poder de clasificar como patológico o desviado y por las consecuencias de ser etiquetado y estigmatizado, así como si el etiquetaje tiene siempre el efecto de fomentar la desviación. En otras palabras, ¿por qué al consumidor de heroína se le califica de “drogadicto” y no al consumidor de alcohol?

Estereotipos, prejuicios y discriminación

Continuamente diferenciamos y etiquetamos los diferentes grupos en la sociedad, en función de diversas características. Existe una selección social de qué cualidades humanas importan socialmente, siendo susceptibles de etiquetamiento, y cuáles no. Por ejemplo, socialmente no tiene la misma relevancia el color del coche que el color de piel. Al respecto, nuestro uso del lenguaje es revelador: no es lo mismo decir “esquizofrénico” que “persona con esquizofrenia”. De este modo, el lenguaje se convierte en una fuente poderosa y signo de estigmatización.

 

Según la OMS, se calcula que aproximadamente el 20% de los niños y adolescentes del mundo tienen trastornos o problemas mentales. Además, los trastornos mentales y los ligados al consumo de sustancias son la principal causa de discapacidad en el mundo.

 

La palabra estigma proviene del griego y alude a la marca grabada con fuego para determinar que una persona era esclava. Posteriormente, con la simbología religiosa, hace referencia a esas personas que les aparecen marcas en el cuerpo, similares a las de Jesucristo. Fue E. Goffman quien introdujo la definición de estigma tal y como la conocemos hoy en día: atributo que vuelve a una persona diferente a las demás, que la convierte en alguien “menos apetecible” y hasta inferior con respecto a la figura de una “persona total y corriente”. Goffman aborda en su obra las respuestas cognitivas, afectivas y conductuales hacia los estigmatizados a través de conceptos como identidad social y personal, sentimiento de ambivalencia y estrategias de autopresentación de los estigmatizados. En síntesis, aclara que el concepto de estigma no debe entenderse de un modo esencial sino relacional. Para ello distinguió 3 tipos de estigmas: basados en las diferencias culturales/grupales, en características corporales (Goffman hacía referencia a este estigma como “abominaciones corporales”) y basados en “manchas” del carácter, relacionados con el comportamiento considerado anómalo. Y a su vez, relacionó las posibles reacciones o respuestas de discriminación hacia las personas estigmatizadas en función de la clasificación.

Ya a finales de la década de los 90, Crocker y colaboradores explican que la estigmatización se produce cuando una persona posee de forma real, o a los ojos de los demás, algún atributo o característica que le proporciona una identidad social negativa o devaluada en un determinado contexto. Con esta definición se hace evidente el triple carácter social del estigma: es compartido, se estigmatiza como miembro de un grupo y afecta a la identidad social. Es decir, el estigma implica un menosprecio que impide el conocimiento de la identidad social real de la persona. Conlleva una desacreditación, que a su vez supone deshumanizar a la persona, lo que posibilita, además, conductas discriminatorias hacia ella.

Llegados a este punto, es crucial matizar que estereotipo, prejuicio y discriminación no son lo mismo, aunque en ocasiones se usen indistintamente. Mientras que el estereotipo alude a la dimensión cognitiva (creencias acerca de los atributos asignados), el prejuicio alude a la dimensión afectiva/emocional (evaluación negativa de los atributos) y la discriminación a la dimensión conductual (conducta de falta de igualdad). A la vista está que el estigma es un fenómeno complejo y multidimensional que parte del proceso de identificación y etiquetado, prosigue con la aplicación de estereotipos y prejuicios y culmina con la discriminación y la autoestigma. Este último término hace alusión, según explica Francisco Traver, al proceso que “parece acompañar al desarrollo de la conciencia humana como un peaje autoimpuesto cuando alguien no cree cumplir los objetivos que comparten las mayorías”.

En definitiva, es un proceso que forma parte de la categorización social, siendo sobre todo un producto social que surge en determinados contextos, dentro de una dinámica de poder específica. Pero no es un invento humano, para nada. Tal y como explica Pablo Malo, no es un fenómeno exclusivo de los humanos, sino que tiene precedentes filogenéticos y ocurre en animales inferiores.

Estigma y enfermedad mental

Las personas con enfermedad mental se enfrentan a un doble problema: la sintomatología de la propia enfermedad y al estigma. Ello puede hacer difícil trabajar, vivir independientemente o lograr una calidad de vida satisfactoria. Pues el estigma es una barrera relevante para la atención y la integración social de las personas afectadas por enfermedades mentales. Es el resultado de los malentendidos de la sociedad sobre los diversos trastornos mentales. Llegando incluso a darse la situación paradójica de que alguien con una enfermedad mental que puede trabajar suficientemente bien se encuentra con dificultades para encontrar empleo, porque es discriminado por los estereotipos asociados con la enfermedad que padece.

 

La construcción social del estigma ha estado ligado a mitos, miedos y prejuicios que han marcado negativamente no solo al enfermo mental, sino también a sus familiares y allegados

 

Según la OMS, se calcula que aproximadamente el 20% de los niños y adolescentes del mundo tienen trastornos o problemas mentales. Además, los trastornos mentales y los ligados al consumo de sustancias son la principal causa de discapacidad en el mundo. También se estima que son 400 millones de personas afectadas y, si no se toman medidas, esta proporción se elevará en el 2020, llegando la depresión a ser la segunda causa de discapacidad en el mundo, tras las enfermedades coronarias y cerebrovasculares. A su vez, la estigmatización y la discriminación son una de las causas que disuaden a las personas de recurrir a los servicios de salud mental. También resalta la OMS que cada año se suicidan más de 800.000 personas. Además, en la mayoría de los países son frecuentes las denuncias de violaciones de los derechos humanos de las personas con discapacidad mental o psicológica.

Lo cierto es que la construcción social del estigma ha estado ligado a mitos, miedos y prejuicios que han marcado negativamente no solo al enfermo mental, sino también a sus familiares y allegados. Todo ello viene explicado, en parte, porque se dan tres concepciones erróneas sobre las personas con enfermedad mental:

  • Son maniacos homicidas a los que hay que temer.
  • Son espíritus libres y rebeldes, por lo que son irresponsables. Así que otros deben tomar sus decisiones vitales.
  • Tienen percepciones análogas a las infantiles, por lo que se tiene una actitud benevolente con ellos, pues son como niños y necesitan ser cuidados.

Estas concepciones erróneas conducen a no revelar, en muchas ocasiones, la enfermedad mental. Así mismo, la no revelación perpetúa la percepción social negativa, pues la sociedad solo habla y conoce la enfermedad mental de las personas violentas, de las sin hogar, etc. En definitiva, de los casos llamativos. Es decir, la sociedad apenas conoce el hecho de que muchas personas, desde camioneros, profesores, políticos, etc., padecen algún tipo de enfermedad mental, responden al tratamiento y trabajan y funcionan en la sociedad con éxito.

Es comprensible esta visión negativa que se tiene de la enfermedad, pues los estereotipos dados tienen una carga negativa siempre. Se asocia a la persona con rasgos violentos y agresivos, cuando suele ser al contrario (son más bien objeto de violencia), se les tacha de impredecibles y, habitualmente, de débiles y carentes de fuerza interior (sobre todo en trastornos tipo depresión y relacionados con la conducta alimentaria). Pero, esa carga negativa, ese estigma y, por consiguiente, prejuicios y discriminaciones, que se dan en diferentes ámbitos (educativo, sanitario, de la comunicación, de los servicios sociales, laboral, etc.), dan lugar a todo un campo de repercusiones. Tales como las que evidencian las investigaciones al respecto. Por ejemplo, los efectos de la violencia sobre estas personas, pues se describe que la violencia que padecen favorece su aislamiento y retrasa e inhibe la petición de ayuda. Además, genera dificultades graves en las relaciones sociales, la vivienda, el empleo y la atención sanitaria y social. A lo que hay que sumar el efecto negativo que el proceso tiene sobre la familia e incluso sobre profesionales.

Hay que tener en consideración también que muchas de las conductas extrañas, que muestran las personas con estas enfermedades, derivan no solo de la enfermedad, sino también del tratamiento. Como también hay que tener en cuenta que los episodios de violencia solo afectan a una minoría. En definitiva, la enfermedad mental no solo produce malestar psíquico a la persona y su familia, sino que también les causa vergüenza, humillación y aislamiento. De ahí, nuevamente, el ocultar la enfermedad, para minimizar el estigma, en la medida de lo posible.

Todos somos parte del tratamiento

El surgimiento del estigma es un fenómeno social y es ahí donde es necesario analizar el proceso que varía según los periodos históricos y culturas específicas. Siendo las personas con enfermedades mentales uno de los grupos más estigmatizados, sobre todo por el temor (infundado) que suscitan.

Es evidente que esta cuestión que hoy abordo tiene multitud de matices y hay muchas cuestiones que dejo en el aire. Es un proceso en el que múltiples factores se entrelazan de forma compleja, haciendo igualmente compleja la tarea de enfrentarse a ellos para intentar disminuir la estigmatización y sus consecuencias. Es difícil, por no decir imposible, un mundo sin estigmas ni prejuicios, pues son fruto del aprendizaje ancestral, son atajos para la supervivencia, para detectar amenazas. Pero aplicar estereotipos a las personas hace invisibles a los individuos que hay detrás. Y parte de la solución está en todos, desde campañas y actividades de formación, apoyo social y prevención, pasando por tener más contacto con las personas con enfermedad mental, hasta asesoramiento a los medios de comunicación. Podemos, como dice Psiquiatraca, clasificar síntomas no personas. Para así aumentar la conciencia y el conocimiento de la naturaleza de las enfermedades mentales.

Como dice Sergio Parra, en su libro ¡Mecagüen! Palabrotas, insultos y blasfemias: “si decidiéramos prescindir de las categorizaciones y dar un nombre a cada matiz con el objeto de respetar todas las sensibilidades individuales, la lengua resultaría poco económica y funcional; y, por otro, si dividimos el mundo en muy pocas categorías para ahorrarnos tiempo e información, el vocabulario sería tan genérico que sería poco efectivo para retratar la realidad”. Sea como fuere, tenemos la oportunidad de favorecer un momento de reflexión que nos permita poner en tela de juicio nuestras propias actitudes, posiblemente estigmatizadoras, hacia las personas con enfermedad mental. O quizá, como dicen en Alicia en el país de las Maravillas, no están locos, simplemente su realidad es muy diferente a la del resto.