La urgencia del arraigo y la comunidad
«Una comunidad cohesionada no anula la identidad individual, sino que la refuerza mediante el apoyo mutuo y el reconocimiento» — Isidro Maya Jariego.
Vivimos tiempos paradójicos: nos comunicamos más que nunca, pero rara vez nos encontramos. Tenemos redes sociales digitales saturadas de avatares y alias, pero pocos vínculos de carne y hueso. Mirando un poco más allá de las pantallas se puede observar que somos vecinos sin vecindad, ciudadanos sin ágora. Es inquietante que hace poco menos de 200 años la fotografía ni siquiera se había inventado, mientras que hoy en día conectarse entre nosotros sin contacto cara a cara es una parte normal de nuestras vidas. En definitiva, individuos hiperconectados pero profundamente solos. Como decía en otra ocasión, en un mundo cada vez más interconectado, la soledad se erige como una paradoja inquietante. Rodeados de pantallas que nos conectan con el mundo entero y de redes sociales que nos ofrecen la ilusión de cercanía, nunca habíamos estado tan distantes unos de otros. En esta realidad contradictoria, la necesidad de comunidad no es una nostalgia romántica, sino una urgencia biopsicosocial y ambiental.
El hallazgo del cráneo de Benjamina, una niña discapacitada, desveló que los preneandertales de Atapuerca ya cuidaban de los débiles hace más de medio millón de años. El haber sido cuidados, acompañados, por otros homínidos es la primera señal clara de civilización. Es la prueba de que alguien se tomó el tiempo para cuidar a otro ser herido y se quedó con él. Cuidar de los otros nos hizo humanos. Ese pequeño acto, lleno de una gran humanidad, nos ha permitido progresar, evolucionar, llegando a 2025. Hoy podemos constatar, con ayuda de las investigaciones científicas, que la familiarización en la vida real estimula el cerebro de manera diferente y produce conexiones más fuertes y rápidas. Es decir, las interacciones cara a cara producen las conexiones más sólidas. Pero ese tipo de interacciones requieren de confianza y muchos han olvidado cómo relacionarse a un nivel fundamental y es esencial recuperar eso.
Como apuntaba Kant, con su concepto de “sociabilidad asocial” —der ungesellige Geselligkeit—, los humanos tenemos un impulso innato a asociarnos, deseamos formar parte de una comunidad, no solamente para sobrevivir, sino para desarrollar nuestras capacidades. Pero este requisito, tanto ético como necesario, también suscita en el individuo una especie de resistencia que amenaza con disolver la comunidad. Desde ciertas corrientes individualistas se defiende que el ser humano se realiza en su capacidad de autodeterminarse, de romper ataduras, de reinventarse sin cargas ni lealtades impuestas. Según esta mirada, la comunidad puede ser opresiva, la familia asfixiante, el arraigo una trampa. Para autores como Ayn Rand, la libertad individual es el núcleo ético y político del ser humano: «El hombre —en tanto que ser racional— debe vivir para sí mismo, no para los demás». La entrega al grupo se percibe entonces como una forma de renuncia a la excelencia personal. Desde esta visión que voy a denominar “selfista” —era de los selfies—, la autosuficiencia es entendida como virtud, y lo comunitario como amenaza. No se ve la aldea o la comunidad como refugios de realización, sino como mecanismos de control que tienden a homogeneizar, a exigir conformidad. Con mirar a la sección de “autoayuda y autocuidado” de una librería uno se hace una idea de esta visión. En el plano existencial, se sugiere incluso que el crecimiento personal sólo es posible cuando uno se aísla del ruido de la multitud y escucha su voz interna sin interferencias. Ciertas filosofías contemporáneas, como el estoicismo popularizado por autores como Ryan Holiday, alimentan esta tendencia: «No controles lo que otros hacen. Controla tu respuesta. Sé tú mismo tu propia fortaleza». La pregunta que emerge entonces es más que filosófica: ¿cómo equilibrar la necesidad de vínculo con el anhelo de libertad? ¿Cómo evitar que el deseo de comunidad derive en uniformidad, sin caer en el aislamiento que supone la autosuficiencia radical?
En el siglo XIX, el filósofo sueco Erik Gustaf Geijer observó que el movimiento entre la comunidad y la autonomía sirve para fortalecer cada elemento. Toda una paradoja existencial: encontrar armonía entre el imperativo de las virtudes sociales y el anhelo individual de libertad. El problema está en la tendencia a ver el mundo a través de un binario yo-otro, que polariza y radicaliza la experiencia en “nosotros contra ellos”, “yo contra el mundo”. Experimentar el mundo de este modo niega la realidad de la interdependencia, conduce hacia la indiferencia hacia el bienestar ajeno e interrumpe la sensación de intimidad e interconexión. Charles Pépin, en su obra Encontrarse. Una filosofía, ofrece una respuesta sutil y luminosa. Para él, el encuentro con el otro no anula la individualidad, sino que la potencia. No nos diluimos en el vínculo, sino que nos descubrimos en él. El otro no es obstáculo, sino espejo; no es límite, sino horizonte. Pépin sostiene que los verdaderos encuentros —aquellos que nos transforman— son el lugar privilegiado donde emergen la autenticidad, la creatividad y el sentido. Frente al narcisismo del yo absoluto, propone el diálogo como camino hacia uno mismo. Y así, el encuentro se convierte en escuela de libertad compartida.
Lo cierto es que quienes invierten más en relaciones personales significativas, con contacto social real (cara a cara), son personas más resistentes y tienen mejores defensas fisiológicas que los seres solitarios o que aquellos que se relacionan con el mundo, en mayor medida, a través de Internet. El contacto cara a cara es como el agua que bebemos o el oxígeno que respiramos: sólo lo echamos en falta cuando desaparece. Nuestra intuición y experiencia nos dice que el contacto cara a cara nos hace más felices, sin embargo parece que necesitamos de evidencias científicas que lo corroboren. Y eso es lo que ha hecho Susan Pinker, psicóloga clínica y del desarrollo, en su último trabajo El efecto aldea. Cómo el contacto cara a cara te hará más saludable, feliz e inteligente. Expone con claridad y base empírica algo que la intuición humana siempre ha sabido: necesitamos a los otros. Muestra cómo las relaciones sociales presenciales influyen directamente en nuestra salud, en nuestra longevidad y en nuestra felicidad. En sociedades donde las personas interactúan cara a cara con frecuencia —en plazas, mercados, cafés o iglesias—, se viven más años y con mejor calidad de vida. El contacto físico, la mirada compartida, la sonrisa reconocida, funcionan como antídotos contra la inflamación crónica, el deterioro cognitivo y la muerte prematura. En definitiva, vivir entre otros, con otros y para otros, nos salva. Como dice Teresa Giménez Barbat en el prólogo, «ser negligente en construir una red de afectos es al menos tan peligroso para la salud como fumar un paquete de cigarros al día, la hipertensión o la obesidad». Es tal el efecto de la aldea que cuando se tiene una red protectora, cuando se está rodeado de gente, de amigos, se puede alargar la vida 15 años. Ahora bien, es necesario también preguntarse cómo van a ser esos 15 años (extra), si tu círculo se va muriendo. ¿Cómo se integra a la gente mayor en la sociedad? Habría que replantearse el espacio urbano para hacer que la gente se encuentre, que tenga que ir andando a los sitios, por ejemplo.
Las ideas que abordan Susan Pinker y Charles Pépin en sus trabajos no son nuevas. G.K. Chesterton, en su particular defensa de la familia, ya intuía que el primer espacio de formación humana no es el individuo aislado, sino la comunidad primigenia del hogar. Para el escritor británico, la familia era el primer taller de virtudes, de compromiso, de humor, de paciencia. Nos enfrenta a la otredad en su forma más pura, más inevitable. En un tiempo como el nuestro, que ha glorificado la elección individual hasta convertirla en dogma, Chesterton nos recuerda que no todo vínculo se elige, y que en esa no elección se esconde una forma profunda de aprendizaje y de humanidad. En Historia de la familia, Chesterton nos explica que la familia es la más antigua de las instituciones humanas, tiene autoridad y es universal. Es más, precede al Estado y no es coercitiva. Es la unidad básica de la sociedad y una sociedad sana debería basarse en los intereses de la familia. Ya apuntaba hablando de la maternidad que la crianza es un verdadero bien social y si cuidamos de nuestras familias, cuidamos del mundo. Como dice Chesterton «si tenemos familias, tendremos mundo. Y si nos ocupamos de las familias, nos ocupamos del mundo». Por su parte, Aurora Pimentel, en su obra En casa. Una aproximación a las ideas sobre el hogar y lo doméstico de Gilbert Keith Chesterton, evidencia la enorme importancia social y el extraordinario significado espiritual que tiene el hogar. Ese espacio símbolo por excelencia de la vida, del castillo interior, del lugar donde se nace, se vive y se muere.
Estas visiones coinciden con la propuesta de Isidro Maya Jariego, quien ha trabajado extensamente los conceptos de sentido de comunidad y potenciación comunitaria. Para Maya Jariego, sentirse parte de una comunidad, reconocerse en un nosotros, no sólo mejora la salud mental, sino que fortalece la agencia individual. Es decir, no se trata de diluir al sujeto en la masa, sino de generar entornos donde cada persona pueda desplegar su proyecto vital gracias al sostén, la confianza y el reconocimiento de la comunidad. El sentido de comunidad, entendido como la percepción de pertenencia, de influencia mutua y de historia compartida, actúa como un fertilizante psicosocial. Cuando este sentido se pierde, no sólo se debilita el tejido social, también se erosiona la capacidad de acción del individuo. La soledad no es solo un drama emocional, sino una amenaza estructural. Y esto no es una metáfora: la soledad mata. Tal como lo describe Pinker, la falta de relaciones presenciales sólidas está asociada con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, trastornos depresivos, deterioro cognitivo e incluso una muerte prematura.
Si bien la autonomía es valiosa, el ser humano no es una isla. Incluso el más firme defensor de la autosuficiencia ha necesitado de otros: para nacer, para crecer, para aprender a hablar, para no morir de hambre o de frío. La paradoja es que muchas veces la mayor libertad se conquista precisamente cuando uno se sabe parte de un tejido que lo sostiene. Podríamos pensar entonces que la falsa dicotomía entre comunidad y autonomía debe ser superada, pues no hay desarrollo personal sin entorno comunitario, ni comunidad viva sin individuos libres. La aldea no es el fin de la libertad, sino su origen. Pero no cualquier aldea. No una comunidad cerrada, coercitiva, homogénea, sino una red de relaciones abiertas, cuidadoras, plurales. Una comunidad que no imponga, sino que acoja; que no uniformice, sino que inspire.
En nuestra realidad cotidiana, esta tensión se traduce en dinámicas concretas. Vivimos en ciudades donde el anonimato es norma. Donde nadie saluda en el ascensor, donde los espacios comunes están vacíos y las relaciones vecinales se reducen al mínimo. Cada vez estamos más rodeados de no-lugares —espacios impersonales y anónimos, propio de la sociedad contemporánea, donde las personas circulan, consumen y se comunican sin dejar huella—. Frente a ello, emergen iniciativas que buscan rehumanizar lo urbano: redes de apoyo mutuo, bibliotecas comunitarias, huertos vecinales, organizaciones voluntarias. Incluso hay alguna que otra aplicación que pretende reunir a personas desconocidas mediante eventos en la vida real, a través de la formación de grupos que tienen un interés común (Meetup). Todas ellas parten de la convicción de que necesitamos recuperar el rostro del otro, el nombre propio, el saludo que ancla; porque la verdadera seguridad no está en las cámaras de vigilancia, sino en el vecino que te conoce. La verdadera libertad no está en la desconexión, sino en la confianza compartida. Ahora bien, no se trata de idealizar la comunidad. Las comunidades pueden fallar, excluir, adoctrinar. Por eso es necesario dotarlas de mecanismos de apertura, de autocrítica, de flexibilidad. La pertenencia no puede ser impuesta, ni el arraigo convertirse en frontera. La aldea que necesitamos es una aldea deliberativa, hospitalaria, imperfecta pero viva.
Hay quienes seguirán defendiendo que lo importante es bastarse a uno mismo, que la autosuficiencia es la máxima expresión de la dignidad humana. Puede que, en ciertos momentos, esa retirada sea necesaria. Pero incluso el más solitario de los individuos necesita, al menos, haber sido sostenido en algún momento. Hasta el náufrago más radical fue antes un niño abrazado. En este marco, el concepto de arraigo adquiere nueva relevancia. Arraigarse no es una forma de estancarse, sino de nutrirse. En Echar raíces ya lo decía Simone Weil: «el arraigo es quizá la necesidad más importante y más desconocida del alma humana». Un árbol no se debilita por tener raíces, sino que se fortalece. Del mismo modo, los humanos florecen cuando se saben parte de una historia, de una memoria, de una comunidad. No se trata de negar la movilidad o la evolución, sino de comprender que el verdadero progreso se hace desde un suelo fértil, no desde la intemperie. No olvidemos que todo totalitarismo se alimenta de personas desarraigadas, fácilmente manipulables, por ello fortalecer el arraigo es, también, fortalecer la libertad interior y la capacidad crítica frente al poder.
Volver a la aldea, en pleno siglo XXI, no significa renunciar al progreso, sino humanizarlo. No se trata de encerrarnos, sino de reencontrarnos. Porque tal vez, como dice Susan Pinker, vivir más y mejor comienza con algo tan sencillo como tomar un café cara a cara. Y quizás la verdadera revolución empiece con un saludo en el portal. El debate entre comunidad e individualismo sigue vigente, pero necesita salir de los extremos. La tarea urgente es la de construir comunidades que respeten la libertad individual y cultivar individuos que reconozcan el valor del vínculo. En esa doble dirección —del yo hacia el nosotros y del nosotros hacia el yo— se juega, quizás, la posibilidad de una vida buena. O al menos, de una vida menos sola porque la comunidad no es el lugar donde el yo desaparece, sino donde el yo se hace posible.