La voz que acompaña. Leer en voz alta como acto de cuidado
Antes de seguir leyendo te voy a pedir que hagas una cosa: léeme en voz alta y, a ser posible, con alguien presente que te escuche…
Quien cuida con su voz, también cuida con su presencia. Esta verdad la he aprendido con mi abuelo (ciego), a quien leía desde que me lancé a leer. Y ha adquirido mayor sentido cuando he seguido leyendo a otros, como a mis hermanas, a mis primos y, ahora, a mi sobrino. Me siento afortunada, pues también he podido leer a pacientes, a amigos y, sin duda, a él. Siempre que puedo leo en voz alta a otros, pues es un modo de cuidar, de reconfortar y de acompañar.
En una época marcada por el ruido digital, la aceleración constante y el aislamiento emocional, leer en voz alta puede parecer un gesto simple, casi invisible. Sin embargo, pocas acciones tan sencillas contienen tanta potencia cultural, emocional y antropológica. Leer en voz alta no solo es una herramienta educativa o una forma de entretenimiento: es, ante todo, un acto de presencia, un gesto de cuidado hacia uno mismo y hacia el otro. Hablar de leer en voz alta es hablar de comunidad, de transmisión de saberes, de vínculos intergeneracionales. Es también, como sostiene Luigina Mortari en su Filosofía del cuidado, una forma de estar en el mundo desde una lógica diferente: no la del rendimiento, sino la de la presencia atenta y afectiva, la del acompañamiento humano en sus múltiples dimensiones. Leer en voz alta, en ese sentido, es cuidar con la voz, con el cuerpo y con la palabra.
El cuerpo que lee y el cuerpo que escucha
Leer en voz alta activa simultáneamente los sentidos, la mente y las emociones. Para quien lee, supone una experiencia completa: se ejercita la dicción, se mejora la memoria y se refuerza la comprensión lectora. Pero hay algo más profundo: el lector se convierte en vehículo de la palabra, en puente entre el texto y el oyente. El que escucha, por su parte, no solo recibe una narración: entra en una relación de atención compartida. La voz le envuelve, le acompaña, le da ritmo al pensamiento. Esto es especialmente evidente en la infancia, cuando la lectura en voz alta moldea el lenguaje, la imaginación y el sentido del tiempo narrativo. Pero no es exclusivo de los niños. También los adultos, los mayores, las personas hospitalizadas o solas, encuentran en esa voz un sostén, una forma de compañía que va más allá del contenido del texto. Por tanto, es un acto bidireccional: cuida a quien escucha y también a quien lee, porque obliga a estar presente, a habitar el tiempo sin prisa, a cuidar lo que se dice y cómo se dice. Es una forma de escucha activa, incluso del propio cuerpo.
Una historia contada a viva voz
Leer en voz alta fue, durante siglos, la forma natural de leer. En la Antigüedad, los textos se escribían en scriptio continua, sin espacios entre palabras ni signos de puntuación. Leer sin verbalizar resultaba casi imposible. De ahí que la lectura fuera un acto oral, público, colectivo. El asombro de San Agustín al ver a su maestro Ambrosio leer sin mover los labios, tal como recoge en sus Confesiones, da cuenta de lo inusual que resultaba la lectura silenciosa en el siglo IV.
Durante la Edad Media, en monasterios y centros de saber, los monjes leían en voz alta, no solo por necesidad, sino porque la oralidad era parte constitutiva del saber. Se leía para otros, se comentaba en grupo, se escuchaba como forma de internalización del texto sagrado. Con la imprenta, la lectura fue volviéndose un acto más íntimo y silencioso. Pero aún en los siglos XVIII y XIX era frecuente leer en voz alta en el hogar, en reuniones sociales, en las fábricas o en las aulas. La lectura en voz alta era un acto de socialización, una forma de educar, de entretener y de formar criterio. Era también una estrategia de accesibilidad, especialmente en entornos con bajo nivel de alfabetización.
El valor de la lectura en voz alta no reside únicamente en el texto leído, sino en el gesto mismo de leer para otro. Es ahí donde cobra sentido lo que Luigina Mortari describe como “cuidado existencial”: la capacidad de estar afectivamente disponibles para los demás, no solo mediante acciones prácticas, sino también a través de la presencia atenta. Leer en voz alta a alguien es afirmar su dignidad. Es decirle, sin palabras, “estás aquí, mereces mi tiempo, mereces esta voz”. Es un acto que combina lo narrativo con lo afectivo, lo estético con lo ético. En contextos clínicos o de dependencia, este gesto cobra un valor aún más hondo. Leer a una persona que ya no puede leer, que ha perdido la vista, la capacidad de concentración o el deseo, es una forma de sostener su subjetividad. Es cuidarla con palabras cuando los cuerpos fallan, cuando los vínculos tambalean, cuando el dolor o la soledad erosionan el sentido. Leer, entonces, se convierte en un acto de resistencia frente al abandono.
Numerosos estudios en neuroeducación han demostrado que la lectura en voz alta mejora la adquisición del lenguaje, la comprensión auditiva, el pensamiento narrativo y la memoria. Pero sus beneficios no se agotan en lo cognitivo. La lectura compartida genera vínculos afectivos sólidos, especialmente entre adultos y niños, pero también entre iguales o en entornos intergeneracionales. En un mundo fragmentado, la lectura oral es una experiencia de tiempo compartido, una pausa en medio del vértigo. Es un momento de conexión real, sin pantallas, sin intermediarios, donde la atención no se divide: se concentra, se ofrece, se cuida. No es casual que hoy resurjan con fuerza prácticas como los clubes de lectura dramatizada, los audiolibros narrados con esmero, los podcasts literarios, o las lecturas colectivas en centros escolares, penitenciarios o geriátricos. Son espacios donde el texto se hace cuerpo, voz, comunidad.
Desde una perspectiva antropológica, leer en voz alta remite a las formas más antiguas de transmisión cultural: la oralidad narrativa. En muchas culturas, las historias, los mitos y los saberes han pasado de generación en generación por medio de la palabra dicha, no escrita. La lectura en voz alta conserva algo de ese linaje: no solo comunica, sino que reproduce rituales de pertenencia y memoria colectiva. No es casual que sigamos leyendo poemas en funerales, discursos en actos públicos, cuentos a los niños. La palabra dicha, en ciertos momentos, tiene un poder performativo: nombra, convoca, consuela, enmarca lo inexpresable. Además, en un mundo crecientemente individualista, leer en voz alta representa una forma de rehumanizar la experiencia. Como señalaba Susan Pinker en El efecto aldea, las relaciones presenciales, afectivas y cargadas de interacción sensorial son esenciales para la salud mental y física. La voz humana, cálida y cercana, es uno de esos vínculos primarios que restauran lo relacional.
En Filosofía del cuidado, Mortari nos recuerda que cuidar no es solo asistir ni intervenir; es también saber estar, saber acompañar. La lectura en voz alta, en su humildad cotidiana, es un ejemplo perfecto de cuidado no instrumental. No se lee para “arreglar” nada. Se lee para estar, para acompañar, para compartir. Este acto, que parece pequeño, puede tener un enorme impacto en contextos de enfermedad, soledad o duelo. En palabras de Cicely Saunders, fundadora del movimiento de cuidados paliativos: “Lo importante no es solo librar del dolor, sino también entender y nunca abandonar al otro”. Leer en voz alta a alguien al final de su vida puede ser una de las formas más profundas de no abandonar. Así, leer se convierte en una forma de resistir el vacío, de crear sentido, de afirmar la vida, incluso cuando la muerte se acerca. Y también de formar comunidad cuando el aislamiento social es creciente.
Devolverle la voz al cuidado
En tiempos donde lo eficiente prima sobre lo significativo, y lo rápido sobre lo pausado, leer en voz alta puede parecer un gesto anacrónico. Sin embargo, tal vez lo que necesita nuestro tiempo no es más velocidad, sino más voz. Más voces que cuiden, que escuchen, que se detengan. La lectura en voz alta, en este contexto, es una forma de devolverle el cuerpo a la palabra y la presencia al cuidado. Es un arte que no exige grandes tecnologías ni recursos, solo tiempo, atención y afecto. Leer en voz alta es una forma de decir “aquí estoy”, de abrir una ventana en el hogar del otro, como decía David Tasma a Cicely Saunders. Es una ventana hecha de palabras, de aliento, de compañía.
Dice Christian Bobin que las voces son tesoros que la gente nos regala, incluso los avaros. La voz del otro invita a estar presente y no hay disponibilidad verdadera sin atención al presente. En la calidad de ese momento (leer en voz alta) se condensa, se elabora y se expresa la verdadera disponibilidad a que nos atraviese la vida. Quizá por eso, cuando todo lo demás falla, cuando ya no queda más que acompañar, la voz puede seguir siendo la última forma de sostener al otro.