Por una muerte digna

 
 
 

No hay cuestión humana que se escape a las garras de las polarizaciones y que, por lo tanto, se politice. Tanto unos partidos como otros se posicionan con el fin de conseguir votos. La eutanasia, la buena muerte, no iba a ser menos y, al igual que con el aborto, se dan bandos que buscan imponer su moral a través del Estado. Ya sea para penalizar o despenalizar, no se detienen muchos a valorar los matices y las realidades que se dan en torno a una cuestión inherente a la vida como es la muerte.

Hablar de despenalizar o no determinadas prácticas eutanásicas oculta el debate real, que no es otro que el derecho a decidir sobre nuestra vida y su final. Y yo me pregunto ¿por qué diferentes representantes de la autoridad (especialistas, clérigos, etc.) imponen a toda costa la prolongación del sufrimiento en lugar de facilitar una muerte digna?

Guste o no, nuestra única certeza es la muerte. Es un hecho inevitable y, por lo tanto, considero como último acto de libertad el derecho a elegir una muerte digna según la concepción de la vida que tenga cada persona. Es más, la Constitución Española, en su título “De los derechos y deberes fundamentales”, recoge el libre desarrollo de la persona como fundamento del orden político y de la paz social (artículo 10). Lo que es, a mi modo de entender, la consideración del derecho a decidir sobre la propia vida y muerte, como derecho fundamental. Siendo dos derechos que racionalmente no se contraponen.

El problema viene cuando se convierte el derecho a la vida en un derecho sagrado y absoluto. Así, lleva implícito el imperativo categórico del deber. Me apena tener que recurrir al Tribunal Constitucional (sentencia de 11 de abril de 1985) para recordar que la vida no es en ningún caso un imperativo incondicional: la noción de derechos absolutos hace imposible la libertad individual, los derechos de los otros y el Derecho mismo. Hablar en términos absolutos es simplista, además de totalitario. Mientras que desde una visión integradora de la vida y la libertad se puede considerar la vida como un derecho, no como un deber, permitiendo el libre desarrollo de la personalidad.

Soy consciente de la complejidad que entraña abordar esta cuestión y, por lo tanto, de la prudencia a la hora de explicar por qué considero vital el reconocimiento del derecho a la propia muerte. Para ello, me pregunto ¿cuál es el daño a la hora de reconocer la regulación de la eutanasia como derecho? Sí, es evidente que puede ocasionar un daño a terceras personas la pérdida de un ser querido. Pero considero que la pérdida de la libertad individual es un daño superior. Respetar a las personas en lo que vale su dignidad y reconocerlas como dueñas de su destino, es lo que confiere sentido al Estado de derecho. Ese sería un compromiso verdadero para con las personas y la sociedad.

La muerte voluntaria existe desde siempre. No obstante, en las últimas décadas, el aumento de enfermedades crónicas degenerativas, asociadas al envejecimiento, y la capacidad de mantener con vida a personas dependientes en situaciones críticas ha dado lugar a que la eutanasia sea hoy en día una cuestión de debate social y político.

Al divagar sobre los supuestos peligros de una regularización de la eutanasia, hay quien se pregunta si daría pie a algunas formas de coacción que obliguen a solicitar una muerte que no se desea. Incluso plantean que regularla nos situaría en una pendiente resbaladiza, conduciéndonos al homicidio. Pero esas afirmaciones no encajan en una relación médico-paciente de confianza. Pues el criterio ético del que ha de partir cualquier profesional de salud tiene su base en los principios de la Bioética: autonomía, beneficencia, no maleficencia y justica. La autonomía entendida como la capacidad para darse normas o reglas a uno mismo sin influencia de presiones, siendo el consentimiento informado la máxima expresión de este principio. La beneficencia como la obligación de actuar en beneficio de otros, promoviendo sus legítimos intereses y suprimiendo prejuicios. La no maleficencia entendida como la abstención intencionada de realizar actos que puedan causar daño o perjudicar a otros (imperativo ético válido para todos). Por último, la justicia entendida como el tratar a cada uno como corresponda, con la finalidad de disminuir las situaciones de desigualdad.

Pues basta con observar la propia naturaleza de la relación médica y la experiencia legal en países que han regulado la eutanasia (Bélgica y los Países Bajos) para saber que no encajan esas afirmaciones para oponerse a la eutanasia. Además del sentido común, todas las leyes en esta materia exigen que se consideren todos los recursos disponibles, incluidos los cuidados paliativos. Es más, las comisiones de control y evaluación tienen como función dar fe de la concurrencia de los requisitos establecidos. Se aseguran que se adopten todo tipo de precauciones necesarias para evitar cualquier forma de abuso o coacción.

Otra cuestión que utilizan los detractores es que las personas deciden morir por miedo al dolor o a síntomas que se pueden tratar con paliativos. Sin embargo, la realidad es que las tres razones para morir más frecuentes son el sufrimiento existencial, la incapacidad para disfrutar de la vida y la pérdida de autonomía. Oregón lleva desde 1998 recogiendo sistemáticamente datos que ratifican esas tres razones: las personas que deciden morir lo hacen porque consideran que “vivir así” ya no tiene sentido.

La vida es sagrada

Las creencias individuales en relación a la sacralidad de la vida son por completo respetables, pero no se pueden imponer a toda la sociedad. Tampoco sabemos si estando en un contexto eutanásico desearemos o no que nos ayuden a morir. Por eso mismo considero necesaria la regulación para dejar la puerta abierta a que cada uno pueda hacer o no uso de ese derecho. Derecho que hay que hacerlo compatible siempre con el derecho a la dignidad, la libertad y la autonomía de la voluntad. Sin embargo y por desgracia, es una práctica muy habitual atemorizar a la población colocando argumentos falsos en el imaginario colectivo para así influir y, en definitiva, someter a la sociedad a un control social. Si realmente viviésemos en una sociedad plural quien no quiera solicitar la eutanasia no se vería obligado a ello. Pues el derecho a morir no exige a nadie la obligación de ejercerlo. Por esa misma razón es un derecho. Aun así, hay quienes siguen esgrimiendo que es inviolable la vida humana, mientras están decidiendo sobre la vida de otras personas.

Morir no es fácil, pero prolongar la vida biológica más allá de lo que puede ser vivible a criterio de la persona no es la solución. En palabras de Savater, “vivir biológicamente no es vivir humanamente”. La vida puede ser un ejercicio extraordinario, siempre que se haga con avales humanos y no se convierta en sólo vivir. Por ello, nada justifica obligar a una persona a apurar hasta el final una vida sin el mínimo de calidad. Cualquier persona busca morir bien, sin sufrimientos. Retrasar el advenimiento de la muerte todo lo posible, por todos los medios, aunque eso signifique infligir sufrimientos añadidos a los que ya padece la persona no es cuidar sino ensañamiento y encarnizamiento terapéutico. Aunque es más preciso denominarlo obstinación terapéutica. Y esto ocurre porque aún hay mucho desconocimiento y no queremos enfrentarnos al hecho de la muerte.

Llegar a vivir no es una elección; morir sí. Y, por ello, hay que tomar todas las garantías que sean necesarias para que no exista la más mínima duda de que la voluntad de poner fin a la propia vida es consciente, racional y deliberada. Ahí reside, para mí, el carácter sagrado de la vida: es sagrada porque nadie sino uno mismo tiene ahí su jurisdicción.