Una maternidad congelada
«El milagro que salva al mundo, la esfera de los asuntos humanos, de su normal y natural ruina es en última instancia el hecho de la natalidad»
— Hannah Arendt.
Decía Hughes que «cada vez son más las mujeres que tienen niños pasados los 40 y cada uno de esos niños, se dice aun menos, es un pequeño milagro. Rara es la vez que no llega tras varios, tras muchos intentos, cada uno de los cuales es un drama mezclado de ansiedad». Y no le sobra razón, la edad media a la que se tiene el primer hijo sigue aumentando mientras que la tasa de fecundidad sigue descendiendo. Hoy en día hay más madres de 40 que de 27 años y aun así nacen pocos niños.
La continua caída de la natalidad es una clara expresión de la desafección de la sociedad actual hacia los niños y hacia el valor que entraña la familia. Su ausencia en la experiencia cotidiana de las personas y la desaparición del deseo de maternidad-paternidad, en un grupo creciente de mujeres y hombres, son elementos importantes en el declive de la civilización. Se suele percibir el tener hijos como algo complicado e individual, como si no hubiese comunitaria y socialmente que garantizar la calidad de vida de los niños. Es cierto que no ayuda la precariedad laboral ni el no poder emanciparse, pero a las razones de índole económico y laboral se le suman otras más, cómo decirlo, significativas e indicativas del tipo de sociedad en el que nos hemos transformado. Los motivos que se dicen para aplazar la decisión de ser madre son variados: antes de los 30 se arguye que se es “demasiado joven”, cuando es la edad idónea biológicamente hablando. A partir de los 30 el motivo es no tener pareja (crisis amatoria). Por encima de los 39 años adquiere peso la salud para quedarse embarazada o llevar la gestación a término. Las circunstancias sociolaborales han propiciado, en parte, que se vaya asumiendo la no-maternidad como un deseo propio. Es decir, que nos hemos acomodado a los resultados de un conjunto de decisiones cuando muchas nos vienen dadas. Sin embargo, ¿hay otros motivos para retrasar la maternidad?
Esta misma pregunta se hizo Beatriz Moya Esteban (ginecóloga) quien llevó a cabo un estudio con mujeres, entre 18 y 40 años, sin hijos y residentes en España. Sus resultados mostraron que el 82% de las mujeres tienen un nivel de estudios universitario o superior, el 80% son población activa, de ellas el 42% gana lo suficiente para poder ahorrar, el 87% no tiene intención de ser madres en los 12 meses siguientes y 3 de cada 4 tienen pareja. A la pregunta de por qué no ser madres, la razón principal que señalaron en la entrevista fue no querer cambiar la forma de vida actual (salir con amigos, viajar, vivir experiencias, etc.), siendo para el 29% la razón principal y para el 46% uno de los dos motivos principales, salvo en las mujeres entre 36 y 40 años que el principal motivo es económico. Algo que también recoge Moya es la falacia de “los 40 son los nuevos 20”, como si la edad biológica no tuviera un peso determinante a la hora de la maternidad. Para quienes no lo sepan, la fecundidad por cada ciclo comienza a disminuir a los 25 años; lo hará más aceleradamente a partir de los 32 y marcadamente a partir de los 37 años. Sin olvidar que la calidad de los ovocitos se ve claramente afectada por el paso del tiempo. Si aun así no se entiende, me van a permitir una pequeña clase de biología: con la primera menstruación, en la adolescencia, hay en torno a 300.000-500.000 ovocitos, de los cuales 400-500 llegaran completar el desarrollo para poder ser fecundados. Con 37 años, el número de ovocitos desciende a 25.000, lo que supone que en torno a 35 completaran el desarrollo. Flaco favor se hace cuando desde los medios de comunicación y en las redes sociales se publican los casos (excepcionales) de mujeres que alcanzan la maternidad superados los 40, normalizándolo, sin mencionar las complicaciones para la mujer y el futuro hijo, ni hacer referencia a la necesidad de recurrir a las técnicas de reproducción asistida (TRA). También hay una sobreestimación social en relación a las tasas de éxito con las TRA, lo que supone una falsa sensación de seguridad a la hora de posponer el ser madre. Es cierto que la mejor alternativa frente a no hacer nada es la congelación de ovocitos (vitrificación), sin embargo, entraña un alto coste económico que no está al alcance de cualquiera y que la tasa de éxito es muy pequeña, no pudiendo asegurar nunca un embarazo futuro.
Día a día se repita cual mantra que la situación laboral y económica es uno de los mayores frenos para ser madre, cuando la realidad a la luz no solo de la tesis de Moya es que hay un deseo de no cambiar la forma de vida actual. Ser madre se está entendiendo como una barrera que las mujeres deben sortear para alcanzar la plena igualdad y ocupar un espacio reclamado en la esfera pública. Se ve la maternidad, y por extensión la infancia, como un elemento que somete y limita la independencia de las mujeres y que, por ello, pierden ventajas materiales así como posibilidades de consumo y diversión. Se considera que los hijos roban a sus madres la satisfacción de sus propias necesidades y deseos, y se presentan enfrentados los derechos de las mujeres con los de la infancia e incompatibles con ellos. Nada más alejado de la realidad. Esto en parte ocurre porque el feminismo ha repetido una y otra vez que la mujer ha de ocupar los espacios del hombre para liberarse de los yugos —como la maternidad—, además de que el feminismo se ha desvivido por obtener como derecho el aborto y los métodos anticonceptivos (sin quitar importancia a la relevancia que estas reivindicaciones tienen), dejando en el olvido con alevosía el derecho y deseo de ser madre y condenando a ser un aspecto privado y silenciado de las mujeres que desean desarrollarlo. No cabe duda que ser madre es hacer la mayor inversión de tu vida y, a pesar del sacrificio y del compromiso que entraña, es un gran tesoro. Como me decía alguien a quien quiero, si hoy estamos aquí es porque mucha gente se sacrificó para ello. Él me recordaba que sacrificio viene del latín Sacer y Facere. El significado original de sacrificāre era “hacer algo sagrado” o “consagrar algo a lo divino”. Y eso es la maternidad-paternidad: consagrar esa nueva vida. Pero solamente se hace énfasis en lo que cuestan los niños y, de ese modo, se llega a justificar que no compensa tenerlos. Se destaca lo que penaliza sin poner en valor lo que compensa tener un niño y criarlo. La maternidad no roba a la mujer sus facultades, ni limita su independencia. Es más, puede incentivar el cultivo de nuevas competencias y habilidades, aportando tales destrezas y aprendizajes a toda la sociedad, pues la infancia tiene una función decisiva en la forma como cada generación recupera, reconstruye y perfecciona la cultura heredada. La infancia obliga a la sociedad a replantearse colectivamente los asuntos cardinales de la vida. Sin madres ni crianza se pierde la capacidad de apreciar los valores inmateriales como son los afectos, las relaciones, la comunicación con otros, la ayuda, la colaboración, la convivencia o la simple alegría que los niños proporcionan al entorno. Huelga decir que pensar la maternidad sin el correlato de la paternidad es una incoherencia pues la realidad humana es sexuada y se necesita de la colaboración de los dos sexos.
En Erótica y materna Mariolina Ceriotti Migliares nos habla del alma erótica y del alma materna, cuyo origen se encuentra en la naturaleza del cuerpo de la mujer: el amor de sí y el amor al otro, y cómo ambos componentes deben encontrar un equilibrio y una integración mutuas. Apunta a que cuando lo “maternal” es sinónimo de opresión, desgaste o agotamiento la consecuencia es un rechazo inevitable y legítimo, por parte de las mujeres, de asumir este papel. Como explicaba en otro medio y en otra ocasión, comprender la maternidad exige contextualizarla y entraña aceptar que es un hecho biopsicosocial que es vivido personalmente, expresado culturalmente y hoy representado política y económicamente como un contratiempo. También conlleva comprender que sustituir un paradigma por otro no es la solución, como tampoco lo es presentar la maternidad como un camino de rosas, para legitimarla, o como un sufrimiento, para denostarla. Pues aun habiendo elementos positivos para todas las maternidades, hay factores que hacen que lo que es bueno para una no lo sea para otra.
Se preguntaba Carmen Álvarez Vela, hablando de la maternidad en solitario, que por qué muchas de estas mujeres dicen que “necesitan echar mano de la tribu” y, al mismo tiempo, afirman que “no necesitan por completo al hombre en sus vidas, un padre”. Posiblemente ven a su hijo como un proyecto vital egoísta, como un producto de su voluntad y quien deberá responder a las expectativas que le preceden y que nacen de las exigencias de esa progenitora. Esto no es exclusivo de las mujeres que son madres en solitario, pues también ocurre en parejas. Ven a la criatura como un plan para crear al niño perfecto que muchos hubieran querido ser y no han sido. Por el contrario, cuando una madre parte de la idea que su hijo no le pertenece, sino que es un don que se pertenece a sí mismo y a la vida, «podrá mirarlo como algo nuevo: con la curiosidad que solo se puede tener hacia lo que realmente es inédito, nunca visto, enteramente por descubrir», como explica Ceriotti, y será más fácil dejarle libre para descubrir su propio destino vital, porque, en definitiva, su vida no está pensada para responder a una necesidad de sus progenitores. Como resultado de la experiencia de la maternidad y de la crianza de los hijos se da una innegable capacidad individual y social para la convivencia —algo en lo que estamos sacando malas notas últimamente—, para crear vínculos y lazos comunitarios.
Lo cierto es que no se puede considerar la anhedonia maternal y el descenso de la natalidad tan solo como el resultado de la elección de los sujetos o del aumento de la libertad de las mujeres o de las nefastas condiciones socioeconómicas. Hay una cuestión olvidada: el desierto afectivo de la sociedad. Hoy la persona no genera una red de afecto personal, ni una continuidad familiar y personal. Son décadas dándose un pesimismo generalizado debido a un cambio en los valores ligados a la familia y a la estabilidad familiar. El matrimonio y tener hijos prontamente han perdido valor: se ha vaciado de estatus el matrimonio y se ha fomentado la monoparentalidad. Con el surgimiento de las “familias” con dos asalariados se ha alterado profundamente las funciones familiares de las mujeres y de los hombres. Sin olvidarnos de la “revolución sexual”: la introducción de la píldora anticonceptiva, junto con otros métodos eficaces, y el aumento de oportunidades educativas, laborales y profesionales de las mujeres, que supuso una salida (abandono) del hogar y produjo un aumento de la edad del primer matrimonio. En torno a estas cuestiones políticas, Baizan y sus colaboradores ven el aplazamiento del primer nacimiento como una consecuencia del aplazamiento de la formación de la unión matrimonial. Sugieren que cualquier política que fomente la formación de uniones —exenciones fiscales o facilitar el acceso a la vivienda, entre otras— tendrá un impacto positivo en la fecundidad; en lugar de medidas como ampliar hasta los 45 años el acceso de las mujeres a las TRA, que mandan un mensaje peligroso: “retrasa la maternidad por encima de los 40 años que la sanidad pública te financiará la reproducción asistida”. Aunque se suele señalar que un alto porcentaje de mujeres demanda como principal incentivo para no retrasar la maternidad la implementación de medidas encaminadas a la estabilización laboral y mejorar la conciliación familiar, los datos del INE muestran que las medidas de conciliación familiar y los aspectos laborales son poco valorados por las mujeres sin hijos, pero sí pasan a ser lo más importante para las mujeres que son madres.
Nos preguntamos una y otra vez por las razones que alegan las mujeres y las parejas para no tener hijos, pero ¿sabemos las circunstancias que tienen las familias numerosas? ¿Cómo llegan a serlo cuando, por lo visto, hay motivos de sobra y de peso para no traer niños al mundo? Catherin Pakaluk entrevista a estas mujeres olvidadas que ven a sus hijos como su propósito, su contribución y su mayor bendición. Más allá de las creencias religiosas o no que tengan, del poder adquisitivo o del nivel socioeducativo, son mujeres que ven su fertilidad como un don y, amigas, un don no se pone en una estantería. Son mujeres que valoran la santidad de la vida por encima de la calidad de vida, mujeres con una cierta actitud hacia el ahorro y que delegan responsabilidades de forma muy natural (y deliberada), dando independencia a los hijos mayores que participan en el cuidado de los más pequeños. Hay quien pensará que estas mujeres “no tienen más aspiraciones que ser madres” y están muy equivocados. Para estas mujeres la maternidad es un estilo de vida, una experiencia sustantiva de la vida humana, un estado de desdoblamiento en el que la mujer es sujeto de sí misma y, al mismo tiempo, objeto (espacio) para el otro (hijo). Dan solemnidad, dan valor, a la maternidad y a la crianza. Lo convierten en algo especial.
Se puede ser una madre buena y nutricia y también una trabajadora productiva. Para ello, como se evidencia observando la historia evolutiva, lo podemos llevar a cabo con ayuda de otros, con la cooperación. Pero, ¿cuántas madres pueden contar con apoyos a diario? Vivir en una sociedad en la que hemos pasado del interés familiar al sentimiento individual hace imposible crear redes sociales de apoyo. Posiblemente estemos ante la generación de madres menos acompañadas en la crianza y, sin duda, tiene repercusiones a todos los niveles. La falta de exposición a la vida familiar se autoperpetúa de maneras profundas: la gente no sabe que es posible porque no lo ha visto y la gente no sabe que los niños son algo deseable. Una sociedad donde las familias ocupan un lugar central no es el punto de partida, sino el resultado final y no surge porque se imponga desde arriba. Es el producto natural de un grupo humano, pues el deseo de tener hijos es la naturaleza esencial de todo animal sano; sólo los animales en cautiverio no quieren reproducirse.
La maternidad está siendo hostigada, manipulada y alterada desde múltiples frentes, perdiendo su autenticidad que reside en el hecho de ser un agente civilizador. Por favor, no convirtamos la maternidad en un asunto de minorías porque la ausencia de la misma, por extensión de la crianza, es expresión material de una crisis civilizatoria de impredecibles consecuencias. Cualquier sociedad que pretenda tener futuro ha de hacerse cargo del nacimiento y crianza de sus hijos, valorando de modo muy concreto la maternidad en cuanto verdadero bien social.