Si hay placer, hay dolor
© Cuca Casado — El Rincón de Aquiles
Hay un proverbio japonés —Raku areba ku ari— cuya traducción viene a decir que «si hay placer, hay dolor» o su versión poética “no hay rosas sin espinas”. Otro modo de interpretarlo sería que la dicha no se alcanza por completo, pues siempre hay algún sin sabor. Esta ‘locución’ me acompaña desde que tengo uso de razón, aunque no fue hasta un par de décadas después cuando adquirió sentido y significado. ¿Cómo sabemos que algo es bueno, placentero, si no hay algo malo, doloroso, con que compararlo? Lo cierto es que cuando no aceptamos una dosis de incertidumbre y contradicción, la frustración y el sufrimiento pueden hacer acto de presencia. Aceptar el dolor es todo un gran reto y más en estos tiempos que corren, donde a la mínima se receta una pastilla y la etiqueta “depresión” se aplica a estados que en el pasado se llamaban aflicción, pena o tristeza. En lugar de convivir con lo inevitable de la vida —dolor y muerte—, lo hemos arrinconado y hacemos oídos sordos a sus llamadas. ¿Cómo aceptar la muerte cuando a los más pequeños de la familia les edulcoramos el fallecimiento de un ser querido? ¿Cómo aceptar el dolor de una separación, de una ruptura, cuando nos dicen y, sobre todo, nos decimos que será para siempre? ¿Cómo aceptar la nada cuando estamos siempre llenando nuestros días de quehaceres? ¿Cómo aceptar el silencio cuando ensordecemos nuestras voces interiores? Empezar por aceptar las vulnerabilidades y las fragilidades es un paso. Es más, considero que cuando se comparte con alguien una vulnerabilidad lo que ocurre, realmente, es un refuerzo de las fortalezas que hay en nosotros. Eso que suele decirse de que “las penas compartidas son menos penas” tiene su razón, ¿no? Al compartir, al comunicarnos, al mirar al otro estamos prestando atención a quien tenemos delante y eso es todo un acto de amor. Y en ese mirar al otro nos vamos a equivocar, por supuesto, nos van a hacer daño y vamos a hacerlo. Asumamos que somos finitos y que nadie está libre de pecado.
Cuando el dolor aparece en un momento en el que se está ya dolorido, afectado por una enfermedad, por ejemplo, es comprensible aunque detestable; sin embargo, cuando un dolor surge en un momento inesperado, cuando parece que las cosas van bien, que todo fluye por el camino deseado, entonces, el dolor es insoportable y se sufre. Es rechazado e incluso tomado como un castigo. Sí, el dolor no es plato de buen gusto —aunque esto tendría que matizarlo y me llevaría a contradecirme, pero lo dejo para otro momento—, sin embargo, aceptando que se da, que viene —porque a veces no hay que buscarlo—, que es parte inherente de nosotros, ya no es malo sino más bien una señal, un signo, un síntoma, que nos recuerda que estamos vivos. Si nos paramos a observar detalles del día a día, podemos encontrar momentos dolorosos, incómodos, que preceden a gozos. Como cuando te entran ganas de orinar, no puedes y aguantas y aguantas, llegando a ser muy doloroso —incluso peligroso, por hacerse un globo vesical— y cuando por fin puedes ir al aseo, ese momento de liberación, es muy placentero. Sí, es un ejemplo escatológico, pero seguro que más de uno se reirá y asentirá con la cabeza. Del mismo modo ocurre con el uso de tacones o el deporte. Son sucesos incómodos, dolorosos, agotadores, pero, al mismo tiempo, dan placer. No hablemos ya del dolor erótico, que es toda una experiencia que se vive con el otro y que solo se da cuando hay un respeto y cuidado mutuo.
Estamos rodeados de momentos dolorosos y, sin embargo, hemos pasado de generaciones que cuanto más se soportaba y se llevaba encima el dolor, más virtuoso se consideraba, a generaciones que rechazan y niegan cualquier tipo de dolor, por no decir de sensación negativa. También puede ser que cada generación tiende a ver a la siguiente como más débil y quejica. Como también ocurre que ahora conceptos como enfermedad o trauma se extienden a experiencias vitales naturales, lo que conduce a psiquiatrizar problemas de la vida y, posiblemente, de ahí el rechazo al dolor: por el estigma, por lo que entraña de limitante. No obstante, el dolor es nuestra primera forma de comunicación: basta con pensar en ese primer llanto del recién nacido. Aunque el dolor tiene mucho de subjetivo, ese subjetivismo ampara, recoge, el dolor de los nuestros. El dolor del endogrupo, así como cualquier otro afecto entre nosotros, nos conduce a la compasión, a la colaboración, al altruismo. Mientras que el dolor ajeno, el de ellos (los grupos rivales) conduce al desprecio, al odio, al castigo. Los tribalismos en todo su esplendor. El dolor comunica y une, tanto como puede dividir. Y no saber expresarlo divide aún más. No saber decir “no” es un problema, es una ausencia de comunicación que lleva a otras situaciones incómodas, dolorosas, por no saber compartir un malestar.
Al final, la vida es un campo en el cual sembramos y el resultado es la cosecha que recogemos. Sembrar y cosechar es un acto de fe, pues no vemos que nada ocurre de inmediato. Con incertidumbres, (re)descubriendo y cuestionando. Eso sí, el dolor que lleva consigo también es incuestionable y nada menospreciable. Esto me hace recordar el singular modo de terapia que hace el psiquiatra Phil Stutz, quien habla que en la vida hay 3 constantes: dolor, incertidumbre y trabajo constante. Sin ellas no progresamos, pero ellas son muchas veces las razones de nuestro sufrir. Curioso que esas 3 realidades puedan llegar a ser tan placenteras como dolorosas, ¿no? Eso me lleva a pensar que quizá llevamos toda una evolución separando ambas realidades, cuando todo apunta a que están entrelazadas en cualquier vicisitud de la vida. Naturalmente, el dolor no provoca placer en nadie cuando supera un cierto umbral, pero lo interesante es que este binomio placer- dolor suele considerarse como un par de opuestos donde uno excluye al otro, en lugar de considerarse como el haz y el envés de la misma experiencia. No obstante, hoy en día, el placer a corto plazo domina a la búsqueda del horizonte y los derechos (gozo, placer) imperan sobre los denostados deberes (esfuerzo, ‘dolor’). Todo un declive del capital social, lo que significa un empobrecimiento generalizado de las relaciones sociales, asociado a problemas claros de cohesión cívica y de individualización de la vida cotidiana. Todo ello lleva a la soledad y aislamiento: una sociedad fragmentada, individualizada y solitaria. Dolor y más dolor.
Pero aquí estoy, afirmando que el dolor produce euforia y puedo dar fe de ello. Por ello, me aferro al proverbio «si hay placer, hay dolor», porque es un aviso sagrado de que la vida siempre guarda un sufrimiento entre las sonrisas que habitamos. Del mismo modo, sin pena no podríamos conocer la felicidad. Sin dolor no conocemos la salud y la dicha. Sin la muerte, no apreciamos la vida.