¿Cómo gestionamos la violencia como sociedad?
La violencia es un concepto que se presta fácilmente a interpretaciones y significaciones ambiguas. Es una constante en la vida de un gran número de personas y nos afecta a todos de un modo u otro. Para muchos, permanecer a salvo consiste en cerrar puertas y ventanas, y evitar los lugares peligrosos. Para otros, en cambio, no hay escapatoria, porque la amenaza de la violencia está detrás de esas puertas, oculta a los ojos de los demás. Y para quienes viven en medio de guerras y conflictos, la violencia impregna todos los aspectos de la vida. Sin olvidar la violencia de la que hacen uso las instituciones, confundiendo la justicia con la venganza y el orden con la represión, para someter al individuo en pro de unos réditos. La violencia es consustancial al ser humano y, por ello, comprender cómo la domesticamos, la silenciamos o la aceptamos es entendernos a nosotros mismos.
Hace 12.000 años la organización social era inexistente. Los pequeños grupos nómadas —hordas primitivas— se regían por la ley del más fuerte, sin norma alguna que dosificara, controlara, la violencia. Con la aparición de las tribus (la unión de clanes), en la Antigua Roma, empiezan a consolidarse numerosas reglas de conducta que bien podríamos denominar “jurídicas”, que trataban de favorecer la convivencia. Aunque tenemos constancia de códigos más antiguos, como el de Hammurabi (s. XVIII a. C.). Muchas de estas reglas aun siendo de carácter religioso, el valor primario que tenían es que con ellas se inicia una cierta dosificación de la violencia, a través de la conocida Ley del Talión: la respuesta al daño ocasionado se limita a la producción de un daño igual o similar al recibido. A pesar de su severidad, un “ojo por ojo” en toda regla, supuso un trascendental avance histórico: se introduce por primera vez una dosificación de la violencia en las relaciones, impidiendo venganzas ilimitadas. Es más, la importancia de la tribu en la historia de la humanidad también se refleja en las palabras a las que ha dado lugar: tribuna, tribunal, tributo, distribuir, atribuir, etc. Y de las tribus llegamos al Estado (pasando por diferentes unidades sociales como aldeas, pueblos y ciudades), aunque en ciertas partes del planeta la organización tribal sigue siendo la dada.
Esta evolución de las unidades sociales hasta lo que conocemos como Estado se vincula a tres fenómenos:
La institucionalización del poder (lo político).
La constitución de patrimonios (lo económico).
La formación del ordenamiento (lo jurídico).
De estos tres fenómenos, me voy a centrar en el último, porque la formación del ordenamiento está en la base de cómo gestionamos la violencia como sociedad. De hecho, ese control se puede llevar a cabo de dos modos: formal (el Estado, quien posee el monopolio en el uso de la fuerza) e informal (la familia, la comunidad y la sociedad). Las normas, formales e informales, rigen las relaciones y, por ende, los conflictos. Pueden ser normas impuestas por su simple repetición (costumbres) o por la voluntad de quien ostenta el poder —contando o no con los miembros de la comunidad—, escribiéndolas para perpetuarlas (leyes). A este conjunto de normas, leyes y sanciones es lo que se conoce como control social.
El control social aparece en todas las sociedades como un medio de fortalecimiento y supervivencia del grupo y sus normas. El análisis histórico acerca del control social arranca a finales del siglo XVIII con las sociedades disciplinarias, en las cuales el castigo y el control estaban íntimamente relacionados con el dolor físico y con el espectáculo social que se hacía de esto. Me refiero a decapitaciones públicas, trabajos forzados, etc. Paulatinamente, esta dinámica se va transformando y se desliga de la parte física, del dolor. Esto ocurre porque se produce un cambio social en el cual se deja de lado la crueldad del castigo físico. Así, se comienzan a implementar penas que no se ven y que no implican necesariamente dolor, sino que conllevan la vigilancia de las conductas (prisión y sanciones económicas), que se registran e intervienen, con la finalidad, en principio, de marcar y apuntar la normalización de los comportamientos. Sin embargo, bajo este paraguas se esconden formas de manipulación y adoctrinamiento: ideologías y sistemas relacionales que hacen del control social sus mecanismos para conocer y controlar conductas que se encuentran fuera de lo aceptado socialmente, de lo establecido como norma o de lo políticamente correcto. Todo con la finalidad de conocer y predecir las conductas y, poder así, controlar los posibles desvíos del comportamiento.
Las dos caras del control social
Si atendemos a que es un dispositivo que posibilita la autorregulación del orden social, a través de mecanismos (in)formales que surgen del propio seno social, podríamos decir que es la piedra angular de cualquier sociedad. Desde las diferentes escuelas de criminología se han dado sucesivas definiciones, siendo la más extendida la que comprende el control social como el conjunto de instituciones, estrategias y sanciones sociales que pretenden garantizar el sometimiento del individuo a las normas sociales o leyes imperantes. Entendiéndose como el sometimiento del criminal, del “desviado”, pero de la misma forma podría implicar el sometimiento de cualquiera que cuestione el estatus quo. Ese sometimiento se lleva a cabo, además, de una forma no consciente y a través del proceso de socialización. Primeramente, durante la infancia, se aprende e interioriza lo que en sociedad se considera o no apropiado y según los contextos. Situaciones tan cotidianas como decirle a un niño “no se puede hacer pis en la calle”, “da las gracias” o “se pide por favor”, son ejemplo de ese proceso de aprendizaje e interiorización. Posteriormente, se va aprendiendo qué comportamientos son considerados delictivos y penados y cuáles no. De este modo, podría decirse que, el control social, tiene una doble connotación: por un lado, es una estrategia de administración del orden y, por otro, es un instrumento de dominación, legitimado por la base social.
Teorías de control social y “ovejas descarriadas”
Desde múltiples disciplinas biopsicosociales se analiza cómo reacciona la sociedad ante la “oveja descarriada” y qué mecanismos (in)formales se establecen para recuperar el orden social. Son múltiples y variadas las teorías de control social al respecto, pero me voy a centrar en aquellas que están íntimamente relacionadas con nosotros, con la sociedad como entidad que puede (y debe) gestionar, también, la violencia.
Teoría sobre los vínculos sociales de T. Hirschi.
Se centra en los vínculos que unen a la sociedad y que si se debilitan surgen entonces expresiones de violencia, como alternativa viable de comportamiento. Hirschi observó que establecer vínculos sociales (apego), implicarse en actividades convencionales (participación), tener aspiraciones sociales (compromiso) e interiorizar un sistema de valores y normas comunes (creencias) posibilitan que la gente se sienta unida al orden social y, por ello, respete las leyes.
Enfoque de las “ventanas rotas”.
Esta teoría se basa en la idea de que mantener los entornos urbanos en buenas condiciones disminuye la criminalidad, pues el delito es mayor en las zonas descuidadas, sucias y maltratadas. Cuando se percibe que conductas como robar, estropear el mobiliario, pintar paredes, etc., están permitidas, aumentan los actos vandálicos en la comunidad. Algunas de las propuestas que tienen como base esta teoría se centran en mantener las calles limpias, sin coches abandonados, con buena iluminación o con sistemas de videovigilancia. Con esta teoría ya se abre todo un debate: privacidad (intimidad) vs. seguridad (videovigilancia). ¿Hasta dónde estamos dispuestos a ceder el control de nuestras vidas, de nuestra intimidad, por una supuesta seguridad?
Teoría de la “tolerancia cero”.
Es un enfoque de política de seguridad ciudadana que consiste en una reacción punitiva de gran intensidad y ejemplar, en el que el Estado invade el dominio primario de la familia y ejerce un control y poder ante el que no cabe otra reacción que la sumisión al orden moral impuesto. ¿Os viene alguna campaña de “tolerancia cero” a la mente y lo que está suponiendo?
Tanto el enfoque de las “ventanas rotas” como el de la “tolerancia cero” ponen énfasis en los equivalentes humanos de la idea de las “ventanas rotas”: las personas o grupos que posibilitan/aumentan la criminalidad o eso se quiere hacer creer, generando un proceso de estigmatización y rechazo injusto.
¿Cómo se despliega el control social?
A través de organizaciones institucionales que instauran normas (morales, sociales y jurídicas), fundamentadas en la tradición, el carisma (la ejemplaridad) y la legalidad de lo estatuido. No son otras que la política (distribuye el poder y la autoridad en la sociedad), la económica (rige la producción de bienes y servicios), la religiosa (rige la relación con lo sobrenatural), la de parentesco (rige las relaciones sexuales, estructuras familiares y procreación y crianza), la educacional (rige la capacitación formal) y la pública (rige la protección y mantenimiento de la comunidad y sus ciudadanos).
Pero sin duda alguna, más allá del poder institucional, los garantes y facilitadores de la motivación adecuada son la familia (por extensión la comunidad) y la escuela. La familia es el primer proveedor y, en cierto modo, manipulador de lo que es legítimo o no, consiguiendo óptimamente o no el control, en función del estilo de crianza desarrollado (democrático, autoritario o permisivo). La escuela es la primera institución formal con la que socializar, para la creación y formación de nuevos miembros para el proyecto social; pues instaura elementos claves, como la obediencia y la disciplina, para el control social. Sin olvidar que es imperativo llevar a los niños a la escuela, pasando a ser el Estado quien asume la responsabilidad de desarrollar las habilidades latentes en el niño.
Sin embargo, tanto los garantes y facilitadores del control social como las formas de reacción social han entrado en cierto modo en crisis, algunos más que otros, y se ha establecido un nuevo orden social que adopta métodos de control sofisticados: la era digital y, en concreto, las redes sociales digitales. Una vigilancia que se encuentra tan implícita en los actos cotidianos que las personas olvidan que están siendo controladas, desfigurándose la intimidad y la privacidad; llegando a cuestionarse valores esenciales como la presunción de inocencia. Vivimos en un panóptico virtual que consigue que quien entra no tenga presente que siempre hay alguien observándolo. Ha propiciado un mecanismo de participación ciudadana y, en definitiva, de control social, en el cual todos somos observadores de las conductas de todos y señalamos aquellas que se salen de lo aceptable o correcto, para unos u otros. Pero no solo se señala al “desviado”, sino que también se reacciona y se aplican antiguas formas de control social adaptadas ahora a los tiempos digitales: reportes masivos (censura ), estigma, castigo virtual (cancelación, “mutear” y “bloquear”), justicia social, linchamientos, etc. Toda una serie de reacciones digitales que tienen consecuencias mucho mayores por el alcance e inmediatez de las redes: un ostracismo social que adquiere una inmensidad sin igual.
Entonces, ¿qué podemos hacer como sociedad?
No podemos permitir poner en juego valores sociales tan trascendentes como la justicia, los derechos humanos y las libertades civiles. Cuestiones olvidadas en el discurso imperativo de la seguridad y en el modo de control de las redes sociales digitales, que nos obligan a revisar la manera en la que nos hemos construido. Debemos adquirir una perspectiva crítica sobre los hechos que nos construyen como seres humanos sociales. Soy partidaria del trabajo a pequeña escala, en lo microsocial: crear una red de afectos (familia, amigos, comunidad) con la que, como apuntaban Aristóteles o Santo Tomás, levantar la base de una buena vida a través de virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Virtudes cada día más olvidadas y necesarias para garantizar una unidad social en la que la violencia sea el último de los recursos y para sucesos excepcionales.