El amor no tiene cura

"Una carta no se ruboriza" — Ciceron.

 

Claudia Cuevas.

Escribo para no perderme nada.

 
 

Cuca Casado.

En la rendición está el poder.

 

 
 

Cuca, 01 de octubre de 2024

Mi estimada Claudia:

Estaba deseosa de llegar a casa para poder escribirte. Son muchas las razones, pero la más cercana en el tiempo es que andaba releyendo las correspondencias entre Antón Chéjov y Olga Knipper. No sé si conoces su historia. Lo que partió de la admiración mutua por el trabajo de cada uno, se fue tornando en amistad para convertirse, con el tiempo y los encuentros, en algo más. Contrajeron matrimonio, creando una unión que perduraría hasta la muerte del escritor. Fue una relación que estuvo marcada por la distancia, por la diferencia de edad, por sus continuos encuentros y desencuentros, por la escritura y el teatro. La enfermedad de Chéjov, que limitaba sus movimientos, así como la carrera de Knipper en los escenarios obligaron a la pareja de enamorados a pasar largas temporadas separados. Por ello recurrieron a las cartas para mantener viva su pasión. Son misivas que hablan del trabajo, del amor, del teatro o de la vida cotidiana. Para él, la historia de amor con ella, significó una segunda juventud: la alegría y la luminosidad de ella le dieron las energías necesarias para escribir obras conocidas como Las tres hermanas y El jardín de los cerezos.

Su correspondencia es una delicia en la que intuyes que aquello que te cuenta no será, desde luego, lo único que habrá tenido lugar. Eso sí, se hace evidente que su amor se hizo a fuego lento, con dedicación y esfuerzo. Un amor que se mantuvo y fortaleció con el tiempo y a pesar de la época, los infortunios y dificultades que vivieron. Y esa forma de dibujar el amor, el compromiso y un vínculo que perduró hasta la muerte de él, me ha hecho pensar en la época que vivimos y cómo lo digital parece que ha catalizado nuevos modos de habitar y vivir la intimidad. Las aplicaciones de citas y las redes sociales digitales facilitan la iniciación y el reconocimiento del mercado amoroso, transformando el panorama de las relaciones sexuales y afectivas. Pero esa metamorfosis de la intimidad en un mundo interconectado —en apariencia— ha dado lugar a un enfriamiento. Byung-Chul Han en su ensayo La agonía del Eros se pregunta el motivo del actual enfriamiento de la pasión. Considera que el Eros está amenazado por las enormes oportunidades y por la idea ilusoria de libertad sin fin. Hoy día no se buscan las mejores experiencias sino el mayor número de ellas, con el objetivo único de rendir sexualmente hasta satisfacernos al máximo. El axioma de la abundancia en el proceso de selección implica que prestemos escasa atención a lo que ya tenemos y a lo que vendrá.

Considero que Eros siempre significó una movilización total del yo, una capacidad esencial para entrar en conexión con otras personas, mejorando así la existencia propia y ajena. Sin embargo, en la actualidad, lo digital y sus ramificaciones actúan como potentes cajas de resonancia de una cultura del “¡mírame!”, maximizando la autoadmiración y eliminando la otredad. Lo erótico ha dado paso a una hipersexualización donde han desaparecido los rituales de cortejo, galanteo y seducción. Pienso que si recuperemos la capacidad de dialogar, de entablar una relación con lo distinto y de salvar lo bello, entonces, salvaremos a Eros que es, en definitiva, recuperar lo vinculante.

El amor es una de las experiencias universales en la que se ve envuelto el ser humano. Ha sido objeto de estudio y análisis por diferentes disciplinas y tema central de canciones, poemas, pinturas, novelas, etc. Fíjate que uno de los hallazgos que evidencia su universalidad data de hace 4000 años antes de Cristo: un grabado sumerio que contiene imágenes y frases románticas dirigidas a una pareja. Eso sí, la concepción del amor varía de unas personas a otras. Para unos será ese último refugio de lo auténtico y cálido que esta época tecnócrata y legalista nos ha robado; para otros una ideología que esclaviza a las mujeres. Pero, ¿por qué hoy parece que se demoniza? ¿Por qué hoy todo se vuelve un menú a la carta bajo la concepción de que si no se encuentra lo que se quiere hay cientos, miles, de personas ahí fuera? Creo que esa visión está debilitando la concepción del amor, ¿no crees?

Me despido con una cita de Erich Fromm:

“la gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea. No tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud amorosa, sino porque el espíritu de una sociedad dedicada a la producción y ávida de artículos es tal que sólo el no conformista puede defenderse de ella con éxito. Los que se preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita cambios importantes y radicales”.

Un abrazo.

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Claudia, 28 de octubre de 2024

Querida Cuca,

He estado pensando en lo que me escribiste. En ese amor epistolar que se hilvana en la distancia, que no se rinde a pesar del tiempo que transita entre un encuentro y otro. Chéjov y Knipper, te agradezco que me devuelvas su historia. Esa historia que nos recuerda que hubo un tiempo en el que ese tipo de relaciones todavía eran posibles, tiempos en los que el ser humano aún sabía esperar. Hoy sus cartas parecen un anacronismo, un acto de fe, pura literatura. Vestigios de una forma de amar que hemos ido olvidando. Algo tan distante como imposible. Y, sin embargo, fueron ciertas.

Comparto todas tus inquietudes, pues son también las mías: esa incapacidad que tenemos ahora para habitar el vacío sin llenarlo de ruido; la forma en que hemos convertido la experiencia amorosa en un escaparate de opciones infinitas, en el que siempre parece haber algo mejor, en el que constantemente se nos empuja a la multiplicación de experiencias, dificultándonos la posibilidad de quedarnos en una, de dejar que llegue a suponer algo significativo para nosotros. Se nos olvida que más es mejor solo a veces; estamos agotados de intentarlo todo a medias. ¿Cuándo fue que tener tanto a nuestro alcance nos hizo conformarnos con tan poco?

Me inquieta, como a ti, que hayamos perdido los rituales del cortejo, el misterio de lo erótico, reemplazándolo por una superficialidad que no deja espacio a la profundidad. Y, más aún, me preocupa que el amor se perciba hoy como una transacción eficiente, despojada de entrega y riesgo, que jamás podrá ser cierta.

Julián Marías ya advertía sobre este fenómeno hace algún tiempo cuando apuntaba: «Si se examina el estado de la educación sentimental de los pueblos occidentales al terminar el siglo xx, se llega a una conclusión sorprendente: nunca se han dado condiciones más favorables, nunca se han desperdiciado tanto». Y hoy en día, en la era de la hiperconectividad, parece evidente que esto se ha intensificado. Es curioso, casi irónico, que en un tiempo donde el amor se despliega en pantallas, donde la conexión es instantánea y la distancia, teóricamente, un obstáculo prácticamente superado, parezca haberse diluido también la esencia misma de lo que significa amar. Quizá será que en esa espera que se profesaban Chéjov y Knipper pasaban cosas que no estamos dejando que pasen.

Estamos tan infectados de presentismo que creo que a veces se nos olvida que esa espera no es siempre una pérdida de tiempo. Sin la paciencia que demanda esa pausa, aquello con potencial para crecer se asfixia prematuramente. Es en ese habitar el hueco entre el deseo y su cumplimiento lo que le permite a este madurar y ensancharse. Privado de esto, la satisfacción que nos producirá será siempre leve, instantánea, insustancial. Esperar no es una acción pasiva, requiere paciencia, fe, y una resistencia frente a la inmediatez ¿Realmente hemos elegido vivir así, o hay algo más grande, más estructural, que nos empuja a esta urgencia perpetua?

Son tiempos difíciles para el amor, tal y como señalas que sentencia Erich Fromm. De hecho, algunos psicólogos sostienen que estar enamorado se ha convertido en algo cada vez más extraordinario. Afirman que este sentimiento se produce cada vez con menos frecuencia o no se produce. Pero, ¿por qué?

Lo que mencionas sobre Han y el «enfriamiento de la pasión» me hace pensar en la teoría de la modernidad líquida de Bauman, quien veía ya su tiempo como un espacio en el que el amor se desintegraba porque en ella nada perduraba, todo era descartable. José Carlos Ruiz lleva este vértigo más allá cuando describe el estado de la sociedad actual como «gaseoso», en el que lo inmaterial y lo virtual dominan la escena, y los vínculos humanos apenas alcanzan a sostenerse antes de desvanecerse. Aún no han tomado forma siquiera, y ya estamos dando por hecho que van a terminarse, que son finitos.

Proust, en su ciclo novelístico En busca del tiempo perdido, afirma que en las relaciones que aspiran a perdurar y consolidarse, es el futuro lo que constituye la savia que las alimenta. Quien ama, fantasea con el «para siempre», debido a ese carácter futurizo que se entrelaza íntimamente con el amor. Ahora que comenzamos a extirparle al amor su sentido de irrevocabilidad, ¿podemos seguir llamándolo amor?

No sé qué pensarás tú, Cuca. Entiendo que como sociedad tratamos de evolucionar, y es cierto que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor. Considero que el cambio, en muchos sentidos, nos ha dado libertad y comodidad, pero no me convence esta demolición sistemática que parece que hemos emprendido contra todo lo que nos anclaba. ¿Cómo se orienta uno en un mundo en el que todo se disuelve?

Me da la sensación de que en esta ruptura hemos olvidado formas de hacer, herramientas, que nos posibilitaban alcanzar una profundidad de la que ahora no somos capaces. Estamos ganando en rapidez y eficiencia, pero estamos sacrificando el arraigo, el sentido de pertenencia y, en última instancia, el valor mismo de las relaciones y de la vida en común.

En este panorama, no tengo ninguna duda de que la hipersexualización que mencionas no ha hecho sino profundizar la grieta. Hubo un tiempo en el que lo más común era que el acto de amar estuviese ligado a la totalidad de la persona: cuerpo, mente, deseo y afecto se entrelazaban para construir algo que trascendiera el instante. La sexualidad, entonces, era concebida como la concreción del amor, su expresión más auténtica y profunda. Despojado el sexo de su trascendencia, terminamos siendo deportistas de élite de la sexualidad, obsesionados con el rendimiento, pero desconectados del vínculo entre cuerpo y emoción que solía nutrir el amor. Pienso que cuando todo se envuelve en esta atmósfera hipersexualizada, acabamos perdiendo de vista nuestros anhelos más íntimos. Y aquí el amor se debilita. Es natural que el Eros agonice, porque estas cuestiones sumadas a «la cultura del mírame» que señalas y a la lógica de consumo que hemos extrapolado a todas las zonas de nuestra vida han hecho que, enfocados infinitamente en la construcción de nuestro «Yo inquebrantable», hayamos perdido de vista la capacidad de reconocer al otro. Sin el reconocimiento de esa alteridad que nos confronta y nos saca de nosotros mismos el amor pierde trascendencia, porque no puede ser transformador.

Quizá nos protejamos del dolor. Acostumbrados a lo fácil y masticable, los sentimientos profundos nos resultan ajenos e indigestos. Sin embargo, Joan Margarit advierte: «El dolor pone orden, suena como un aviso. Se pagan caros los intentos de destruir el dolor, porque también el amor está ahí».

¿Será que nuestra fragilidad y nuestra aversión a la incomodidad nos ha llevado a aceptar esa demonización del amor de la que hablas, entregándonos a algo más fácil para evitar el riesgo que supone sentir de verdad? ¿Será que por ello infantilizamos el amor?

Me hablas de la importancia de recuperar el diálogo, de relacionarnos con lo distinto y de salvar lo bello, y no puedo evitar recordar aquello que dice Josep María Esquirol, a quien me invitaste tan acertadamente a leer hace ya algún tiempo, sobre la necesidad de recuperar una mirada atenta, esa que «guarda la distancia debida y acompaña a lo que emerge, sin coaccionarlo». Una mirada que atiende porque ve, que respeta la alteridad, viéndola sin asimilarla ni reducirla a un reflejo de uno mismo o a un medio para satisfacer las propias necesidades. Pienso que quizá este sea el acto de resistencia íntima por el que empezar para poder volver a descubrir la verdadera esencia del amor sin someterlo a la tiranía de la eficiencia, para encontrar refugio en el otro, pudiendo salir un poco así de nosotros mismos.

No sé Cuca, me da la sensación de que hoy el amor se ha convertido en un terreno lleno de terribles contradicciones. Hemos dado tan mal uso a la palabra que se ha vuelto equívoca. Las antiguas formas de amar parece que han empezado a perder su sentido. Hoy, el amor se vive y se cuenta de nuevas maneras.

¿Debemos tratar de recuperar las formas del pasado? ¿Vamos hacia algo mejor? ¿Debemos buscar formas nuevas que se adapten al cambio de paradigma que estamos viviendo?

Creo que es momento de preguntárselo. Aspiro a que, con esta correspondencia, podamos traer algo de luz sobre el significado verdadero del amor. No con otro propósito que el de mantenerlo, resignificarlo y comprenderl

Sigamos buscando respuestas juntas.

Con mucho cariño,

Claudia

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Cuca, 08 de enero de 2025

Mi estimada Claudia:

Quizá no tener que estar constantemente preocupados o en alerta por sobrevivir nos ha llevado a consumir el tiempo y la energía en cuestiones no tan vitales, esenciales, y, por tanto, a cuestionar al amor y su “utilidad”. En la actualidad tenemos un deseo de permanecer entretenidos continuamente y de vivir emociones fuertes e intensas. Todo son experiencias a nuestra alrededor. Somos nosotros frente al teléfono y todo lo que eso conlleva: los selfies, las actualizaciones de los estados, la foto de turno en el último local de moda, la opinión “impopular” sobre la última noticia, etc. Una era narcisista en la que la otra persona no importa tanto como la satisfacción propia. Incluso diría que no pocos no ven al Otro. Sumado a ello, todo se ha vuelto un menú a la carta bajo la concepción de que si no se encuentra lo que se quiere hay cientos, miles, de experiencias y personas ahí fuera, algo que ha debilitado la concepción del amor y, por ende, de las relaciones.

En el fondo, más bien en lo fisiológico, somos bastante débiles. Nuestro cerebro con poco y constante se acostumbra rápido. Si le damos de forma mantenida pequeños e intensos estímulos, se habitúa a ello y la desintoxicación no es tarea fácil. Incluso nos pide más y más. Que nuestro cerebro recuerde otras vías de satisfacción, logro y disfrute no es fácil. Implica esforzarse. Disciplina con uno mismo. Actos tan sencillos como eliminar un perfil o dejar el teléfono en silencio —no digo ya dejarlo en casa al salir— se vuelven tan complejos y dolorosos (fisiológicamente hablando) que no me sorprende la debilidad extendida que hay. Es más placentero y menos doloroso dejarse llevar por la corriente de algoritmos, ritmos digitales y modas relacionales, que andar tu propio camino y esforzarse por ser auténtico. Ser responsable duele —implica asumir errores, rechazos y negativas— y hoy el dolor está desechado, silenciado. Por eso cuando en una red social o aplicación de ligue desaparece sin más la persona con la que se interactuaba —eso que se llama ghosting— duele tanto, pues se toma conciencia de que al otro lado hay una persona que te desecha… pero rápidamente se pasa a mirar una lista de reserva, de nuevos candidatos, para anestesiar la realidad dolorosa en la que se está.

Hay algo en los rituales, en los valores, que a una parte nada desdeñable de la sociedad les huele a carcoma, a viejo. Y se ha optado por desechar pero sin una alternativa robusta que permita seguir prosperando como especie. Sin ir muy lejos, el matrimonio se ha ido desvalorizando desde hace décadas. Pasó de ser una imposición, en muchos casos, a una liberación y un modo de emancipación, por ser una expresión suprema de fe en el vínculo amoroso y desarrollo de la familia, a considerarlo un yugo hoy en día. El compromiso que se establece con el matrimonio se ha ido denostando y eso ha debilitado al amor. Y no, no todo el mundo ha de casarse, no ha de ser una imposición, claro está, pero el valor que encarna esa unión es el compromiso: ingrediente esencial para amar. Pero cuidado, un compromiso vacío, sin una intimidad y una pasión mediante, es tan solo amor vacío: un “amor” con el que no se siente nada uno por el otro, pero hay una sensación de respeto y reciprocidad. Es lo que eran y son los matrimonios arreglados.

No obstante, aunque estamos hablando del debilitamiento del amor consumado entre dos personas, el amor no solo se gesta (y debilita) en ese tipo de relaciones. Es consustancial a cualquier relación horizontal, entre dos iguales. La familia, los amigos, el prójimo. Como apuntaba Josep Maria Esquirol, «amar es el principal infinitivo de la vida. Y no hay nada más radical que este verbo. Nada más radical... salvo los nombres que necesariamente han de acompañarlo». Para conjugar verbo tan humano es necesario permanecer en la proximidad, cuidando más que dominando/imponiendo. Esa proximidad en la que se gesta el amor, necesita de la compañía del otro. Se necesita un acto estrecho entre el otro y yo. “Entre” es la preposición clave, pues con ella se desarrolla el ser (la persona) y el estar (con otros). Y en su ausencia, cuando no hay un “entre”, cuando se anula el vínculo, se desemboca en violencia: con mirar un poco las muestras variadas de violencia que se dan en el día a día se constata que no hay un “entre”.

A tu pregunta de si hemos elegido vivir así (sin amor, sin enamoramientos, sin compromisos, sin ritos de cortejo, etc.) te diría que es una “elección” mediada por fuerzas externas. El hecho de que social y políticamente se haya condenado al amor romántico y se hayan normalizado relaciones anárquicas sin compromiso alguno o, como dice un conocido, se acepte como norma la monogamia seriada, junto con el debilitamiento de la familia y la pérdida de valores tradicionales nos vemos empujados (un poco) a entrar en ese disfraz que se vende socialmente. El rechazo social, el señalamiento en las redes sociales es tan crudo y doloroso como pudo ser el gulag. El ostracismo ha sido siempre un modo de castigar a quien se sale de lo políticamente aceptado y hoy en día ocurre. Adquiere nuevas formas, sibilinas muchas, y nadie quiere ser rechazado. Somos una especie que necesita del reconocimiento del otro, necesitamos ser aceptados en la tribu. La cuestión que lanzaría al aire es la siguiente: ¿a qué tribu se quiere realmente permanecer? Yo lo tengo claro, quiero ser parte de las personas que apuestan por las relaciones de calidad y cálidas, de las que conjugan el verbo amor con los demás, que regala tiempo para otros, para sencillamente notar que estamos. Para contar los latidos y sabernos vivos.

Chesterton defendió la necesidad de entender el propósito de una tradición o costumbre antes de adaptarla o abolirla. Es lo que se conoce como el principio de la valla: nunca hay que alterar, destruir o modificar una tradición, regla o estructura sin entender el propósito original con el que apareció. Se trata de una premisa que reivindica la necesidad de tener presente la humildad cuando se cuestiona o plantea la reforma de políticas, costumbres familiares, legislaciones o hábitos de la vida diaria del ser humano. Por eso, a quienes han decidido tirar la valla del amor les preguntaría ¿qué configuraciones reemplazan a la familia tradicional, al matrimonio y al amor “para siempre” (símbolo de compromiso)?

El progreso, la evolución de nosotros como sociedades, como especie en definitiva, es el motor que nos ha posibilitado llegar hasta 2025. Ahora bien, el progreso no es una línea recta ascendente, no es un camino de rosas. Tiene más bien imagen de dientes de serrucho: avances, retrocesos, ascensos y descensos. Quiero pensar que nuestra capacidad reflexiva sigue operando y que, al igual que tú y yo nos inquieta la deriva presente en la que predomina la carencia de amor, otras personas están preguntándose por este ¿retroceso? en lo referido al amor y las relaciones entre iguales.

Cabe preguntarse si podemos vivir en la inestabilidad de no tener modelo de amor. Personalmente, considero que no hay que preguntarse si es normal o convencional, sino qué es y qué implica para uno mismo la vivencia del amor. En una sociedad que realmente aceptase la individualidad y elección personal, cualquier experiencia del amor podría ser válida, siempre que encajaran los deseos y necesidades de todas las partes implicadas. Pues el amor en definitiva es igualitario y subversivo, ya que conserva su capacidad de liberar a las personas y erigirlas arquitectas de sus propias vidas, como agentes activos del cambio social.

Cuidémonos, unos a otros, pues en el cuidado lo esencial es el reconocimiento del otro, donde la respuesta ética está siempre mediatizada por las personas concretas y sus necesidades, en contextos o situaciones concretas. Cuidar es desear el bien para el otro. Es una forma de conjugar el verbo amar. Es un modo de comprensión.

No sé si hay que recuperar las formas del pasado o buscar nuevas formas, sí sé que si no recuperamos virtudes marchitas como el amor benevolente (simpatía incondicional hacia nosotros mismos y hacia todos los seres), la alegría compartida (acto de regocijarse en el bienestar de los demás e incluso en el tuyo propio desde la gratitud), la compasión (consciencia de que un ser está sufriendo) y la ecuanimidad (comprometerse en tratar a todos los seres por igual), poco vamos a edificar que resista a las embestidas de las guerras y las nuevas formas de batallar.

Entre tú y yo, en el fondo, quienes lo condenan creen en el amor con sus pinceladas de romanticismo, debajo de ese escozor nihilista con el que conviven.

Sigamos juntas en esta andadura.

Un abrazo.

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Claudia, 16 de febrero de 2025

Querida Cuca,

Te leo y siento que estamos dando vueltas sobre un animal que no sabemos si está dormido o muerto. Hablamos del amor, de su fragilidad, de su aparente desaparición en esta época donde todo es rápido y descartable. Y no sé si estamos tratando de resucitarlo o de entender si alguna vez existió como nosotras lo concebimos.

Dices que el amor está en crisis porque ya no es un asunto de supervivencia. Que ahora, con el tiempo y la energía disponibles, nos hemos entregado a la búsqueda de experiencias intensas y a la distracción permanente. Y basta con mirar alrededor para saber que esto es cierto. Me pregunto si, en una sociedad donde la reproducción ya no es una urgencia, donde la soledad no equivale a la muerte y donde la compañía es una elección sin condicionantes de subsistencia, el amor en su forma más tradicional sigue teniendo sentido.

El otro día vi por la calle a una pareja de ancianos que caminaba de la mano. Me pareció tierno, pero me vi pensando: ¿serán los últimos? No ellos, en su individualidad, sino su especie. Ese tipo de amor. El que no se extinguió con la juventud ni con la menopausia ni con el colesterol alto ni con la calvicie ni con el hartazgo de escuchar los mismos achaques durante décadas. El amor que llegó intacto, o al menos vivo, hasta la vejez.

Porque si nos fiamos de los números, estamos ante un proceso de extinción paulatina. El índice de divorcios aumenta, las parejas que todavía están juntas no pueden garantizar que lo estarán en treinta o cuarenta años. Los hijos de padres separados no tienen modelos que les aseguren que es posible amar hasta el último aliento. En la incertidumbre se gesta la duda, la duda se convierte en escepticismo y el escepticismo en renuncia preventiva.

Como bien dices, el cerebro se adapta rápido a los estímulos, y cuando todo lo que nos rodea nos empuja a consumir emociones, esta cosa —que exige quedarse, insistir, repetir— se vuelve extraña.

Siendo sincera, asumo que quedarse no es fácil. Irse sí lo es. Un adiós rápido, una excusa barata, y ya estás en otra historia, en otro cuerpo, en otra cosa. Quedarse es más complejo. Implica pelear con los fantasmas de todo lo que podría ser, con la expectativa de que, en otro lado, con otra persona, la vida sería más sencilla. Quizá es mucho más difícil porque significa aceptar que nada es perfecto, que lo que tienes nunca será exactamente lo que soñaste. Y todo esto se agrava con esa frase mentirosa que se repite hoy en día hasta el hartazgo: «hay muchos peces en el mar».

Tengo la sensación de que toda esta intención de despojar al amor de su peso y misterio se hace con el fin de hacerlo más manejable. Conocer gente es fácil. Conectar con alguien, no tanto —de hecho, creo que es algo rarísimo—. Creo que olvidamos que el amor tiene sentido de unicidad: no es la búsqueda de lo mejor, sino el reconocimiento de lo único. Lo que realmente importa no es la posibilidad infinita de elegir, sino la certeza de haber encontrado algo que no puede sustituirse.

Al hablar de esto, recuerdo a Cortázar en Rayuela: «Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige».

Pero también recuerdo a Rilke cuando dice que el amor de un ser humano por otro es quizás la más difícil de nuestras tareas: «El examen final, la obra para la cual todas las demás son solo preparación».

Supongo que, entonces, el propio amor implica un poco de ambas cosas: la conmoción inicial y el trabajo que viene después, la pasión del principio y la disciplina de continuar, el arrebato y la elección. Y supongo, también, que ahí radica su verdadera dificultad: en que no basta con sentirlo ni con decidirlo, sino que requiere habitar esa tensión entre lo que no podemos controlar y lo que sí podemos sostener.

No es de extrañar que Eros agonice. Hoy en día lo tiene difícil porque se nos dan mal las dos cosas: tanto dejarnos atravesar por algo que no podemos controlar, como poner paciencia, espera, trabajo y esfuerzo en algo que no proporciona métricas visibles.

Hace tiempo que nos dicen que el amor es solo química, que el enamoramiento tiene fecha de caducidad biológica, que todo lo demás es costumbre, condicionamiento social y un poquito de miedo a la soledad. Pero si fuera solo eso, su ausencia no dolería tanto, su pérdida no nos arrastraría al duelo, no nos haría sentir que, al romperse, algo en el mundo se ha desmoronado. Quizá el amor no sea útil en el sentido práctico, pero es una de las pocas cosas que da sentido a nuestra existencia.

Coincido contigo cuando apuntas que el contexto ha permeado nuestra elección de vivir así. Se nos ha convencido de que todo vínculo debe ser revisado, cuestionado, desmontado. Se supone que así ganamos en libertad y autonomía. Sin embargo, a mí me parece que hemos cambiado la estructura por la incertidumbre. En nuestro intento por deshacernos de sus ataduras, también la hemos dejado sin cimientos. Sí, creo que derribamos la valla sin pensar en qué pondremos en su lugar. Y creo que hay que tener cuidado con esto.

Simone Weil ya advertía que el desarraigo es una enfermedad. No tener raíces es una forma de amputación, una herida que desangra silenciosa. Y lo más terrible—añadía— es que el desarraigo se contagia. Los desarraigados desarraigan. El olvido de las raíces es una carga que se hereda. Necesitamos pertenecer. Sentir que ocupamos un lugar en el mundo. Sin eso, nos desmoronamos, nos convertimos en cosas. Y las cosas no aman, no cuidan, no crean.

Difícilmente, pienso, se construye la felicidad en solitario. Somos, en esencia, seres necesitados del otro. Una buena vida es una vida con amor. Y aunque cada amor sea distinto, el amor sigue siendo un intento de coincidencia, un pacto implícito entre dos personas que necesitan reconocerse. Sin las virtudes que mencionas —amor benevolente, alegría compartida, compasión y ecuanimidad—, lo que queda no es una forma de amor más libre, sino la incapacidad de amar realmente.

Resulta paradójico que estemos viendo morir esta forma de amar y que, al mismo tiempo, cuando veamos fotos de parejas de ancianos cogidos de la mano tengan millones de likes. Quizá sea que, en el fondo, todos queremos un «para siempre», pero no sabemos cómo se hace.

No creo que haya una fórmula, por mucho que se divulgue sobre ello. De hecho, la teoría creo que casi todos la tenemos clara. La práctica es otra cosa. Pero sí que pienso que quizá, tal y como mencionas, debamos poner el foco en recordar que el amor, en su raíz más honda, tiene que ver con el cuidado. Amar no es solo sentir, sino actuar en consecuencia: sostener, estar, atender. El amor, en última instancia, es la voluntad de que el otro exista y esté bien. El sacrificio por el otro no siempre es indigno y no toda renuncia es una pérdida. Cuidar implica salir de uno mismo, posponer el yo para mirar al otro. Y en esta tarea, añadiría, tan importante como aprender a darnos es tener la capacidad de abrirse a recibir. Algo, que a su vez, es una entrega en sí misma: implica permitir que el otro nos alcance, que nos afecte, que nos transforme. ¿Será que no solo nos resistimos a amar, sino también nos resistimos a ser amados?

Quizá, más que preguntarnos si el amor puede sobrevivir en este tiempo, deberíamos preguntarnos si nosotros podemos sobrevivir sin él. Sea como sea, no se trata solo de lo que hemos perdido. Se trata de lo que aún podemos salvar. Sigamos intentando hacer algo para paliar las carencias que el individualismo está dejando en este mundo roto.

Aún nos queda la pregunta, aún nos queda la insistencia.

Con cariño,

Claudia

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Cuca, 18 de marzo de 2025

Estimada Claudia,

Quizá somos románticas y que, además, a nuestro alrededor se ha dado el amor en los términos que queremos que siga o florezca, de ahí que nos quite el sueño por momentos el pensar que está muerto. Es más, si hay algo que al ser humano quita el sueño desde que el tiempo es tiempo es el amor y su intento de concreción. Muchos antes de nosotras, algunos grandes referentes, han dedicado sus pensamientos y sus vidas a entender qué es el amor y qué entraña. También muchos vendrán tras nosotras con esta inquietud (eso espero). Sin ir muy lejos, hasta la ciencia —con su moda de la neurociencia— intenta delimitar qué es y qué tiene el amor; o el marketing y la publicidad. Es evidente que es un motor y que depende de cómo se use es fructífero y salubre o, tristemente, pernicioso. Aunque si es pernicioso, entonces, creo que no deberíamos llamarlo amor.

Hoy en día, la búsqueda de experiencias y distracciones, la ausencia de conexión con la muerte y la banalidad en las elecciones (como apuntas) son la prueba de que sin duda hoy es más que necesario y tiene sentido el amor en su forma tradicional. La presencia de la ausencia atestigua el valor de ello. Cuando muere el amor, deja recuerdos que llenan el vacío que supone su muerte. Pensemos en un ser querido cuando fallece, claro que deja un vacío imposible de llenar por otras personas, pero su recuerdo es la presencia de la ausencia. Un modo de amar, no me cabe duda. Volviendo al sentido del amor hoy en día, la pérdida de valores y costumbres, como el matrimonio y el compromiso de vida, sin un sustituto que colme esas necesidades atávicas nos despoja de confort, seguridad y pertenencia. Han prosperado, en cierto modo, nuevas formas de “vincularse” y de relacionarse que, salvo contadas ocasiones, realmente no prosperan; temporalmente funcionan como un sustituto, pero con poco recorrido y nulo fruto. Y considero que es porque han visto en el compromiso y en el acto de cuidar una piedra molesta cuando es la piedra en la que se fundamenta la vida, la libertad. Voy a intentar explicarme: las relaciones no monógamas con sus variantes han querido derribar los pilares esenciales de la vida (cuidado, intimidad y compromiso) al considerarlos modos de opresión y de coartar la libertad. Nada más lejos de la realidad. Han hecho creer que se puede establecer vínculos con tantas personas como se quiera, sin necesidad de comprometerse más allá de lo meramente necesario para sentirse colmado a un nivel superficial y egoísta. Cuando la realidad es que esos pilares nos han traído hasta 2025: el reconocimiento del otro, el acto de cuidar, comprometerse con la familia, la tribu y traer nueva vida en la intimidad. Algo tendrá de fundamento cuando de un modo casi universal el amor monógamo es la base de cualquier sociedad, cultura. Sí, claro que hay alguna que otra cultura en la que la no monogamia es el modo, pero ¿conocemos bien los pormenores de ese modo de vincularse? ¿Cuánto hay realmente de libertad y de compromiso en esas no monogamias? En su momento leí a Tristan Taormino (escritora) en su libro Opening Up. Una guía para mantener y crear relaciones abiertas, en la que refleja las entrevistas que llevó a cabo previamente con un centenar de personas en relaciones abiertas. Y donde muchos veían la constatación de que es posible la no monogamia, si te leías esas entrevistas con detenimiento lo que veías es que eran pequeñas “comunidades” (3 o 4 personas) entre las que se establecían compromisos de monogamia, se daba el cuidado y la intimidad. No eran historias de todos con todos, ni mucho menos de un “todo vale”. Sí, eran más que 2 quienes conformaban el vínculo, pero se daba la monogamia dentro del grupo y todo lo que entendemos y buscamos en el amor. Me pregunto en qué momento el compromiso de estar en la salud y en la enfermedad se empezó a entender como un menoscabo de la libertad, cuando el amor es un ejercicio de voluntad en el cual uno obra desinteresadamente en beneficio de un tercero. ¿Acaso hay mayor muestra de libertad? Como leía en una red social, “amar es la decisión más libre que una persona puede tomar. Es el compromiso de amar sin depender de otros. Sin depender de maldad, enfermedad, pobreza… ni depender del tiempo”.

Una gran amiga, de esas que te acompañan desde la tierna infancia, ha perdido en estos meses a sus abuelos. Dos personas magníficas que superaron la barrera de los 100 años. Eran un ejemplo de amor, compromiso y dedicación. Y miro a mi amiga y veo en ella ese tipo de amor. Es mi forma de decirte que creo que esa especie de amor reside en los hijos, nietos y bisnietos de esos ejemplos. Reside en nosotras, también. Necesitamos dar ejemplo y, nosotras con esta carta, en cierto modo ya lo damos. ¿No crees? Nuestros mayores son un pozo de sabiduría acumulada, darles espacio en nuestras vidas es dar espacio al amor. Puede que mucha de la desconexión que vemos en el día a día viene dado por la fragmentación de la familia. Cada vez menos niños y los pocos que vienen al mundo no suelen conocer a sus abuelos. Nos perdemos un tesoro al no rodearnos de los más longevos de la sociedad. Se olvida que ellos nos llevan ventaja en eso de vivir. Tienen mucho que ofrecer, aunque hoy parezca que no son útiles en términos de producción como suele entenderse.

Tienes razón, decrecen los nacimientos y los matrimonios y crecen los divorcios. El panorama desolador se usa como excusa para no amar ni gestar vínculos. Escribía en un medio que hoy la persona no genera una red de afecto personal, ni una continuidad familiar y personal. Son décadas dándose un pesimismo generalizado debido a un cambio en los valores ligados a la familia y a la estabilidad familiar. El matrimonio y tener hijos prontamente han perdido valor: se ha vaciado de estatus el matrimonio y se ha fomentado la monoparentalidad. Ello ha dado lugar a un desierto afectivo en la sociedad. Viene una generación de hijos únicos y padres viejos. No obstante, aunque los datos y la realidad se presentan negros, no pierdo la esperanza. Somos una especie reaccionaria, revolucionaria y tengo fe que se va a revertir este desierto afectivo. Somos muchos los insurgentes, tan solo necesitamos dar ejemplo, no temer por opinar diferente, confiar en lo que hacemos a diario, pues dará frutos. A mí con mirar a mi sobrino me basta para volver a tener fuerzas y esperanza; con sus 7 años es prueba viva del amor desinteresado y comprometido. Como también lo son los hijos de mi pareja, que buscan amar y ser amados más allá de lo negro que se ve el panorama. Confiemos en los más pequeños de la sociedad, son poderosos desde su inexperiencia e ilusión. Un niño abraza y sonríe dándolo todo, sin titubeos, sin pararse a pensar en lo efímero de la vida. Abracemos y sonriamos de ese modo.

Hay una parte del amor que es química, como señalas, que biológicamente tiene su expresión y caducidad —el enamoramiento y sus mariposas—, que constituye una serie de reacciones fisicoquímicas en nuestro cuerpo que se han desarrollado evolutivamente con el fin de aumentar las probabilidades de supervivencia de la especie. Pero lo que viene junto y después a eso es la constatación de que el amor es un motor vital, incluso en los momentos de hostilidad. Como la relación de una madre y su hijo adolescente, o de una pareja que pasa por un mal momento emocional pero se mantiene unida. Honrar al otro aun cuando los días son grises o parece no tener sentido. Como dices, el amor duele exactamente por eso: cuando se rompe, se consume, se destruye o se violenta, no porque se apaguen las mariposas del estómago y si no que se lo pregunten a esos ancianos que viste que caminaban de la mano, nos dirán que lo biológico ha dejado paso a un eros elevado que se encarna en ese paseo de la mano. Nos atraviesa más allá de lo biológico y atraviesa de lleno nuestra vulnerabilidad porque ésta es un recordatorio de que encarnamos la predisposición de que nos sucedan cosas, como afirma Miquel Seguró en su libro Vulnerabilidad.

¿Sabes? Lo concreto es más difícil de amar que lo universal porque viene con imperfecciones y defectos, pero es el verdadero objeto del amor, pues es hacia lo que podemos actuar. Dostoyevski señaló ingeniosamente las peligrosas e inadvertidas consecuencias de ese desordenado amor hacia los universales frente al amor a lo concreto. Escribía, en Los hermanos Karamazov, “Amo a la humanidad, pero, para sorpresa mía, cuanto más quiero a la humanidad en general, menos cariño me inspiran las personas en particular, individualmente”.

Pareciera que el amor, por ser un fenómeno humano, es un bien escaso. Pero no sería correcto dejarse engañar. La maravillosa paradoja del amor —motor del mundo— es que cuanto más amor das más amor te queda.

Te abrazo y te sonrío.

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