La necesidad del 'lenguaje sucio'

 
 
 

No digo nada nuevo si afirmo que estamos inmersos en una ola de (neo)puritanismo que poco puede envidiar al de épocas pasadas. Este movimiento moral y sociopolítico adquiere diferentes facetas, algunas más sibilinas que otras. Pero, sin duda alguna, su faceta estrella es la corrección política por medio del control del lenguaje y, por extensión, del pensamiento. Ya en su momento hablé de cómo ciertos grupos interesados pervierten la lengua de todos, politizándola hasta tal punto que ya no se llama a las cosas por su nombre, la razón es pisoteada y se va reduciendo la posibilidad de entendernos. Y, como no, los medios de comunicación desempeñan un papel vital en este proceso de legitimación de mucho de lo que hoy se acepta o se quiere imponer. Es evidente, el lenguaje es un poderoso sistema de representación de nuestro mundo, tanto exterior como interior, en la mente humana. Pues representa conceptos abstractos que no percibimos y sus relaciones con lo vivido. No solo es una herramienta de comunicación, sino que también tiene un valor simbólico que hace del lenguaje una fuente de poder.

Lo cierto es que “todas las palabras sirven para algo; con ellas informamos, advertimos, solicitamos, exigimos, prohibimos… Pero hay un tipo de palabras que, más que ningún otro, ejerce un poder especial; como el que tienen los vocablos que emplea un hechicero y los que podemos encontrar en un grimorio. Se trata de voces que pueden alterar súbitamente el estado de ánimo de nuestro interlocutor, excluirnos de un grupo, adherirnos a otro, hacernos parecer maleducados o, incluso, propiciar que nos llevemos una buena hostia. Son las palabrotas, las groserías, las palabras tabú, los insultos: el lenguaje sucio”. Así empieza Sergio Parra su libro ¡Mecagüen! Palabrotas, insultos y blasfemias. Un cuidado ensayo en el que no solo nos habla del lenguaje sucio a través de la historia, las culturas y otras perspectivas, sino que nos introduce en una reflexión necesaria y olvidada: el poder de la lengua y la imposibilidad de censurarla o imponer una nueva. Todo un viaje de la mano de las evidencias.

Lenguaje sucio con denominación de origen

Seguramente para muchos el insulto tenga un límite. Sin embargo, insultar puede ser más útil de lo que de primeras se puede pensar. Para empezar, es un elemento más de la comunicación con el que se expresa cuán dolido se puede estar y libera de la rabia y del enfado. Además, este lenguaje refleja rasgos de una sociedad, a modo de huellas dactilares, constituyendo un demarcador territorial que traza líneas imaginarias de una jurisdicción cultural, como dice Sergio Parra. Un ejemplo de ello: “despedirse a la francesa”, una expresión que data del siglo XVIII cuando en Francia alguien se iba de una fiesta sin despedirse del anfitrión. Curiosamente, esa misma expresión en Francia se dice “filer à l’anglaise” (irse a la inglesa).

Palabrotas, insultos y blasfemias que fluyen y se adaptan en algunos contextos, cruzando fronteras lingüísticas y culturales, para sonar menos agresivas que en la lengua propia. Esto ocurre, por ejemplo, en zonas bilingüistas como el bereber del norte, que recurren al francés o al árabe según como quieren insultar. Incluso en ocasiones ni siquiera hace falta usar una palabra mal sonante, pues casi cualquier vocablo puede tomarse como un insulto, dependiendo del contexto en el que se use y de la intencionalidad de quien lo dice. ¿Cuántas veces se habrá dicho u oído eso de “eres un genio” cuando realmente se quería transmitir que esa persona mostraba todo lo contrario? Hasta Sergio nos propone un manual catártico para insultar sin usar insultos.

 

Por mucho que este neopuritanismo imponga qué no decir, no se percatan que censurando y reprochando el uso de los tabús y palabrotas, lo único que consiguen es alimentar la rueda de los eufemismos.

 

Este lenguaje es singular y propio de cada cultura y país. De ello dieron constancia en un estudio en el que encuestaron a personas de diferentes países (incluido España) y se percataron que, aun habiendo comunes, hay insultos que varían de un país a otro. Ejemplo de ello es que en Croacia aluden a los genitales masculinos para insultar, en Francia a los femeninos y en los Países Bajos a ambos. Lo que da muestra de cómo cada país o cultura tiene sus propios insultos y tabúes por cuestiones históricas o sociológicas, marcando la particularidad del insulto.

También sufre modificaciones, evoluciones y transformaciones dentro de una misma cultura. Sergio cuenta cómo ha ido variando el pudor a lo largo de la historia, como en la Edad Media, al convivir entre lo escatológico y lo sagrado, era habitual que “varias personas durmieran en una misma cama o usaran las letrinas a la vez”, lo que “hizo que tuvieran un concepto del pudor distinto al nuestro”. No es hasta que aparece el protestantismo cuando cambia la cosmovisión y cuando “las palabras relacionadas con las partes del cuerpo y las funciones corporales adoptaron una carga semántica más virulenta y ofensiva”. Un ejemplo de ello es que, a principios del siglo XIX, en Reino Unido, se consideraba de mal gusto decir el vocablo “pantalones”, más si había delante alguna mujer. En definitiva, “los ojos rehuían posarse sobre partes pudendas y las palabras hacían lo propio”.

No obstante, ese puritanismo tenía fecha de caducidad, pues con las guerras mundiales de por medio, que propiciaron un estado anímico singular, se dejó a un lado el decoro en la expresión oral, “hasta el punto de que la manera de hablar servía como catarsis”. No es difícil ponerse en la tesitura de esas sociedades inmersas en guerras devastadoras, esa frustración y represión mantenida por medio de diferentes formas de control social y la vía de desahogo a ello: el lenguaje sucio, las palabrotas e insultos.

Una lengua que no muere, sino que evoluciona

No deja de adaptarse el lenguaje en general y el sucio en particular. Hoy en día, lo obsceno es demasiado habitual y, por ello, aludir a la obscenidad no tiene nada de transgresor. Al mismo tiempo que nos hemos habituado a lo obsceno, el neopuritanismo se moviliza y se centra en otras cuestiones, como son todo lo referente a la cuestión del “género” y de las razas y etnias. Encontrándonos con que, por ejemplo, decir que una persona es negra es inapropiado y considerado un tabú. Más aún si se utiliza negrata y su vocablo en inglés (nigger), que se ha convertido en todo un insulto, hasta tal punto que para eludirlo se sustituye por n-word (la palabra “ene”) y así evitar reproches y escarnios sociales. Toda una muestra de la censura actual, de la necesidad de encajar en el grupo (sociedad o colectivo) y “proyectar la imagen de que somos personas honradas, generosas, empáticas y solidarias”.

Sin embargo, por mucho que este neopuritanismo imponga qué no decir, no se percatan que censurando y reprochando el uso de los tabús y palabrotas, lo único que consiguen es alimentar la rueda de los eufemismos. Es decir, “obligan” a modificar la lengua porque consideran que cosifica y los nuevos vocablos se convierten en eufemismos, que adquieren con el tiempo la misma carga semántica que la del insulto o la palabra tabú. Y así una y otra vez, sin fin. No se dan cuenta que, como dice Sergio, castigan al cuchillo en vez de al asesino.

Victimistas y copos de nieve, así es la nueva generación

Cabe preguntarse por qué hoy ofende todo. Por qué cualquier cosa se tacha de opresión y ofensa si así lo considera el “ofendido”. Por qué se sobreprotege a las minorías sociales en un mundo que cada vez protege menos las creencias religiosas o la sexualidad. Posiblemente se den estos hechos porque la cultura del victimismo sólo se desarrolla en entornos igualitarios. Pues a mayor igualdad se necesita una ofensa cada vez más pequeña para desencadenar un alto nivel de indignación. A esas personas todo les parece poco y hacen de la exigencia permanente su pauta de comportamiento: saben que la queja es un instrumento eficaz y les otorga una superioridad moral. Además, todo ese victimismo se apoya en la desconfianza, pues siempre se es víctima de alguien, de la conspiración de otros y, por lo tanto, no se posee la capacidad de analizar las limitaciones y errores propios. No, los culpables y responsables son siempre los otros. En palabras de Gudrun Dahl, denominarse víctima no sólo connota a una persona que es herida sino a una persona que considera que eso es parte esencial de su personalidad, de sus relaciones sociales y de su identidad. Una persona que termina definiéndose (conformando su identidad) como víctima. Es evidente que estamos ante el vicio de provocar lástima antes que admiración y cualquier cosa se convierte en dogma y no puede ser cuestionado. Lo que está dando lugar a una generación de personas con una piel mucho más fina conocidas como la generación snowflake. El término hace alusión a la fragilidad de un copo de nieve y a la facilidad con la que se derrite con el menor cambio en la temperatura y en cuanto toca una superficie. Así es esta nueva generación, que se caracteriza por la sobreprotección psicológica y la libertad de considerar arbitraria y cómodamente su concepto de ofensa. Ello da pie a una censura multiforme y mutable, todo un gulag mental. Pues la “ofensa es algo subjetivo, difícil de comprobar y no necesariamente legítima”.

 

Este neopuritanismo no aprende del pasado, pues no hay forma más eficaz para que se hable de algo que prohibirlo

 

A pesar del victimismo imperante y de la errónea creencia de que somos más opresores, machistas, clasistas, etc., “los prejuicios raciales, étnicos y sexuales están disminuyendo no solo en Occidente, sino también en todo el mundo”, como explica Sergio al hablar de la Encuesta Mundial de Valores. Todo un estudio llevado a cabo por múltiples disciplinas desde 1981.

Lo que es evidente es que este neopuritanismo no aprende del pasado, pues no hay forma más eficaz para que se hable de algo que prohibirlo. Además de ser todo un error creer que el lenguaje sucio alimenta los conflictos, cuando realmente alivia tensiones. Como explica Emma Byrne, sirve para gestionar el dolor y aminora la tendencia a ser violentos.

¿Hay límites en el lenguaje sucio?

Ya la pregunta me parece innecesaria, pero la planteo porque hoy en día mucha gente se la hace y otra tanta impone sus propios límites a los demás. No obstante, por mucho que se quiera imponer unos límites, por mucho que se haga por prohibir las palabrotas, los exabruptos o cualquier palabra son parte de una serie de herramientas que nos permiten interaccionar con el mundo.

Más que poner límites, le daría alas al lenguaje sucio. Sobre todo, cuando se ha evidenciado en un estudio que quien es capaz de enumerar más tacos en un minuto también demuestra mayores habilidades lingüísticas en general. O en otro en el que se sugiere que las personas que hacen uso de las palabrotas son más confiables y honestas que las que no lo hacen nunca. Quizá es por estas razones por las que el neopuritanismo quiere censurar y prohibir el lenguaje sucio, porque no derrochan habilidades lingüísticas y no son honestos. Eso sí, usemos el lenguaje sucio sin abusar porque perdería fuerza y sentido, dificultando la comprensión y el saber cuándo realmente se está dolido o no.

A pesar de que Sergio nos habla del lenguaje sucio, de cómo se adapta, evoluciona y posibilita la transgresión, el insulto no es el adjetivo que más duele. Si no me creéis, pensad qué sería lo que más daño os haría que os dijesen. Con esta pregunta Sergio hace un pequeño experimento que no voy a desvelar aquí y que os animo a que leáis su libro para descubrirlo. Así como para que descubráis los 111 sinónimos de “puta”, las veces que se puede llegar a decir “fuck” (joder) en una película o videojuego o por qué no existe en japonés una palabra para decir “mierda”.

El mundo no gira a nuestro alrededor y si no nos permitimos acudir a la incorrección política de un hijo de puta, ¿dónde quedará la posibilidad de transgredir si hasta la carcajada se cuestiona?

P. D.: Gracias por la mención en el libro, Sergio.

© Cuca Casado — Disidentia 2019